La veteranía es un grado y la memoria, a veces, una maldición. Nos engañan con palabras, le dan la vuelta a las cosas, no sabemos a servicio de quién están pero sí sabemos que no están ahí para nosotros. Ceden los países soberanos, se ponen de saldo, a tres por uno, y en lugar de aplacar la sed de las hienas, los monstruos piden más sangre. Y continúan, incapaces de saciarse.
Ha sido un jubilado, un viejo cualquiera, quien lo ha visto tan claro que, como un dios pagano de la antigüedad de su pueblo, no ha querido seguir viendo. No es la primera víctima de esta crisis que ya no entiende nadie, pero sí el primer mártir, el que lo ha visto a las claras y lo ha denunciado más a las claras todavía. No quiso vivir el resto de sus días comiendo de la basura, después de toda una vida de trabajo y de lucha que, sin venir a cuento, sin que lo comprenda ni él ni nadie, le han quitado. Como aquellos monjes que se suicidaban a lo bonzo allá por los años setenta de nuestro estupor y nuestra inocencia, ha decidido qué hacer con lo único que le quedaba: su propia vida. Y a Europa no se le cae la cara de vergüenza.
Ha llamado a las cosas por su nombre, ese viejo farmacéutico cuyo nombre nunca conseguiré aprenderme. Ha hablado de nazismo, porque ese es el mundo que estamos formando, un mundo donde las elites ya no visten uniformes ni calaveras, pero siguen despreciando y aplastando al que no les interesa. Y no les interesamos ni usted, ni yo, ni los niños ni los viejos. Les interesan las cifras de un juego que puede volvérseles en contra, si tuvieran los dos dedos de frente que no tienen. Porque la perspectiva de la otra revolución, la de los desiertos, los arrasará también si no los arrasa la tempestad de los otros vientos que están sembrando con su impudicia y con su codicia.
Hace muchos años, una obra de teatro del grupo Mediodía de Sevilla nos mostró, sobre textos de Brecht, el suicidio de Adolf Hitler. No lo hacía con cianuro, ni con una pistola en la sien: simplemente, se quitaba el uniforme, la gorra de plato, las esvásticas, el bigote. Y los cambiaba por una corbata, un gabán, un sombrero hongo y un maletín. Y se marchaba a esperar otro momento. Quizá este.
Publicado en La Voz de Cádiz el 9-04-2012
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