Spartacus sigue siendo, para quien esto escribe, la mejor serie de televisión del momento. Sí, es excesiva: hay demasiada sangre y demasiadas vísceras, demasiadas truculencias y escenas a cámara lenta, demasiado efectismo que echará para atrás a los espectadores que prefieren ver otras series más limpias y descafeinadas, como CSI y similares. Pero precisamente entre sus cartas de naturaleza se cuentan dos elementos que adquieren un enorme poder narrativo y que no se ven en otras series (ni en el cine): el uso del sexo como motivador de la acción, sin tonterías, sin ataduras, como algo natural y a veces obsesivo (tal como en la vida real), y lo redondo de sus personajes, movidos unos por la pura ambición y movidos otros por el inevitable deseo de libertad.
La serie, lo saben ustedes, tuvo un parón cuando el actor principal enfermó y murió más tarde. Mientras tanto, para no perder la comba, se sacaron de la manga una precuela que, en muchos aspectos, superaba a la serie original (y que no puede verse como precuela, sino como flashback). Y por fin lo que es la segunda temporada, aunque a todos efectos sea la tercera.
La temporada en cuestión parte con varios problemas añadidos: el cambio de actor (al pobre de Liam McIntytre le han llovido críticas de todas partes, pero la verdad es que el hombre cumple, y muy bien, y compone un Spartacus serio y ceñudo aunque no tenga la masa muscular de Andy Whitfield), y sobre todo la desaparición de ese grandísimo malvado, Batiatus, encarnado con toda la sorna y toda la teatralidad del mundo por un John Hanna que tendría que haber ganado todos los premios habidos y por haber. Se repescó in extremis a Lucy Lawless, aunque el final de la temporada anterior no diera a entender que fuera capaz de sobrevivir a la escabechina de los gladiadores (es lo que tiene ser la esposa de uno de los productores), y hubo que buscar sustituta al personaje de Naevia, quizá la peor apuesta, en tanto que el personaje podía haber desaparecido sin más.
Con el statu quo del setting y los personajes debidamente subvertido, los diez capítulos de Vengeance han jugado una vez más a contraponer la fuga de los esclavos con los intentos de los romanos por someterlos y, de rebote, ganar posición con ello. Ha habido algún momento para la improvisación, como bien reconocen los autores, como la relación incestuosa entre Seppia y su hermano, eliminada para que no pareciera que iba a rueda de la de Juego de Tronos. De los escenarios cerrados del ludus y el circo hemos pasado, pero poco, a escenarios algo más abiertos: el Vesubio y los bosques. La serie no tiene un presupuesto deslumbrante y se nota y se va haciendo necesario que las escenas de batalla que vengan en el futuro parezcan algo más que planos cortos.
La serie sigue siendo valiente: lo es en su tratamiento del sexo, ya se ha dicho, y lo es en tanto es consciente de que tiene fecha de caducidad. Sigue libremente los hechos históricos pero todos sabemos cuál va a ser el final. Y por eso no le duelen prendas en eliminar a los personajes cuando el espectador parece estar encariñándose con ellos o con las muchas perspectivas narrativas que parecen ser capaces de desarrollar. En este sentido, el final de la temporada hace un legrado gigantesco entre los secundarios, por lo que la nueva temporada (para el año que viene ya, ay) tendrá que recurrir a nuevos secundarios que sustituyan a los riquísimos personajes que han mordido el polvo. Ya se habla de la aparición de Julio César y de Pompeyo.
El habla de los personajes sigue siendo tan divertida, tan insólita, que les recomiendo que la vean ustedes en versión original: ningún doblaje puede acercarnos a esa gramática sin artículos y esas expresiones tan ricas en su simpleza ("Tiberius! I would finish. Place cock in arse!"). Las aventuras de Spartacus y sus gladiadores liberados remiten en ocasiones a los tebeos del Jabato o el Capitán Trueno y los peplums de nuestra infancia, pero aquí la sangre corre a borbotones y los buenos sentimientos (Spartacus los tiene, pero no es cristiano, en tanto Cristo no ha nacido todavía) no empañan que cuando llega el momento de dar caña se de caña.
Los movimientos de ajedrez entre los romanos (nunca sabremos quién está dispuesto a traicionar a quién ni por qué motivos) se compensan, de manera magistral, con el encuentro de todos los personajes: Gannicus, Oneomanus, Crixus, Spartacus. Cierto, Spartacus tiende a soltar demasiados discursos electorales cada episodio, pero es su función y su papel en esta serie coral donde los esclavos son tan adelantados que no hacen distingos ya entre hombres y mujeres a la hora de combatir, y donde el grito de libertad, en los tiempos que corren, tendría que ser un mantra para todos esos esclavos que existen hoy día.
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