José Joaquín Rodríguez Moreno acaba de publicar un interesante ensayo sobre Marvel en los 70 y yo le hice este prólogo:
Aquella Casa de las Ideas
No lo supimos hasta más tarde, pero no es que estuviéramos muy lejos: es que llegábamos tarde. Allá por el final de la década prodigiosa y el principio de los años setenta, que fue época de libertades y de sueños para la generación de la que formo parte, eso que antes se llamaba “mi quinta”, nuestros tebeos eran tebeos de marca blanca: héroes aguerridos en épocas intercambiables, castillos y barcos genéricos, travesías por desiertos o por océanos imposibles, un poquito de moral católica, mujeres reposo del guerrero, adrenalina masculina tamizada por la censura.
El mundo se abrió cuando llegó la revista Bravo, donde se presentaban personajes que ya no eran genéricos, sino que suponían un esfuerzo de autor por ser rigurosos en la documentación y el desarrollo de las historias. Los primeros tebeos cultos que leímos fueron los franceses de la escudería Pilote: Astérix, Barbarroja, Michel Tanguy, Blueberry. Fueron un vuelco importante con respecto a lo que leíamos hasta entonces. Y aunque Francia está a dos pasos, tampoco sabíamos que llegábamos (o nos llegaban) casi diez años más tarde.
El otro gran choque cultural vino de América. El mundo del tebeo ya había empezado a notar las vías de agua que le había abierto la televisión inmisericorde, el cine de aventuras donde los héroes ya podían ser un poquito más amorales (me estoy refiriendo a James Bond y sus imitadores); los personajes de las historias de vaqueros eran sucios y disparaban sin pensárselo dos veces, y para colmo la música se había ido convirtiendo en santo y seña diferenciador con respecto a la generación de nuestros padres. Dicho más simple: en mi generación (o en mi quinta) ya no leía tebeos tanta gente.
Y de pronto, en formato novelita y en blanco y negro, con el montaje original destrozado (nos dimos cuenta luego) y perdido el elemento pop que prestaba la cuatricromía (aquel nunca suficientemente reivindicado color de puntitos), llegaron los superhéroes Marvel. Fue una revolución, una seña de identidad, el principio de una unidad de parámetros que luego duraría, quizás, hasta principios de los años ochenta y el primer desencanto de la democracia, cuando otra generación tomó el relevo, se desvivió por el “nuevo cómic” y luego por la movida, y nos arrinconó hasta convertirnos en eso que luego ha sido conocido como la “generación Vértice”, aunque yo prefiero que se nos conozca como lo que fuimos, como lo que somos: la vieja guardia.
Todos leíamos tebeos Marvel en aquellos años setenta. Novelitas, como las llamábamos. En las pandillas éramos cada uno un personaje y a veces nos peleábamos porque nadie quería ser La Masa y todos queríamos ser Spiderman. Los Vengadores era nuestra serie. Gwen Stacy o Karen Page, como queríamos que fueran nuestras novias. Y nuestra indefensión y nuestra timidez las reflejaba, como nunca habíamos visto, un muchachito inseguro que se travestía en hombre araña.
Tardamos mucho tiempo en saber quién estaba detrás de aquellos tebeos, porque los títulos de crédito (una de las grandes aportaciones de los comic-books originales) no se reproducían en aquellas novelitas (sólo sabíamos que la traducción era de F. Sesén y la rotulación de Tunet Vila; las portadas, primero de Enrich y luego de López Espí: imaginen nuestra sorpresa cuando décadas más tarde vimos que se “inspiraban” notablemente en las originales, y que el artista dibujaba sin tener referentes de color, de ahí que para mi generación, mi quinta, el Doctor Muerte sea recordado vestido de rojo y no de verde). Luego, sí, empezamos a saber quién era Stan Lee, quiénes eran Jack Kirby, o Steve Ditko, o más tarde John Romita padre o John Buscema. Entonces eran, simplemente, el dibujante bueno o el dibujante malo. Tampoco leíamos aquellos tebeos en orden (la distribución era nefasta), y en la misma editorial (que imagino que serían cuatro gatos) no se daban cuenta de que no se podía empezar un número 1 (caso de Thor o Capitán América) con una aventura continuada: no supimos hasta mucho más tarde (y en este libro se explica) que las colecciones se renumeraron en los comic-books originales cuando se cambió de distribuidor y los personajes que ya tenían un buen bagaje de aventuras a sus espaldas dejaron de pertenecer a títulos como Journey into Mistery o Tales of Suspense para así poder copar los kioscos como series individuales.
No sabíamos entonces, ni nos importaba quizás, que estábamos leyendo unos tebeos que tenían otros diez años de antigüedad. La sociedad que reflejaban (¡y cómo la reflejaban, más allá de la inevitable exageración de la temática!) era una sociedad que aún no se había sumergido en la pérdida del Camelot de Kennedy y las ciénagas de la guerra de Vietnam, pero poco a poco, porque las novelitas publicaban dos comic-books originales, nos fuimos poniendo al día, y entonces ya supimos de la evolución de aquel universo, de las alianzas y desencuentros de los héroes y los villanos, de cómo aparecían las drogas y la contracultura, de cómo esa guerra pasaba factura a la sociedad, de la llegada de la música y las modas retro o las artes marciales y los bárbaros de la edad Hyboria. Antes de que llegara 1975 y la muerte de Franco ya nos habíamos puesto al día, más o menos. Los tebeos habían cambiado y nosotros con ellos: se cambió el formato, se enmendaron errores, se empezó a publicar en color. El resto de la historia ya se ha contado y no es plan de repetirla aquí ahora.
La curiosidad por conocer más de aquellos soñadores que alumbraron nuestros sueños nos llevó a querer saber más. No tanto a querer leer más tebeos (que también, y pronto empezamos a comprar las ediciones francesas que eran en color, o algún tebeo de Thor suelto en alemán y en Marbella, o le pedíamos que nos los compraran de estranguis a los conocidos que curraban en la base de Rota) sino a querer saber más de los hombres (y mujeres) que los hacían. Quizá, sin saberlo, estábamos en el camino de convertirnos en Roy Thomas.
Porque imaginábamos que aquellas oficinas de Madison Avenue, donde luego supimos que había unos Mad Men que no podían ser muy distintos a como pensábamos que allí se cocían las historias, era un hervidero de actividad, de creatividad, de idealismo y, sí, de ideas. Stan Lee y Jack Kirby se retrataban en las aventuras de los Fantastic Four (no supimos tampoco entonces que fueron expulsados de su boda), Steve Ditko, tan rarito él, se quedaba dormido ante el tablero de dibujo, los jóvenes progres de los años setenta se disfrazaban de los propios personajes que escribían o dibujaban y desfilaban en el carnaval de Vermont. Y George Pérez, Roy y Stan se desesperaban porque los Fantásticos habían desaparecido y no sabían cómo continuar la historia. Alguien, creo que Jack Kirby, sugería que entonces quizás lo mejor sería inventarla.
Era el bullpen, o sea, el corral. No sabíamos que no era un colegio de creativos, no sabíamos que cada uno de ellos vivía en la quinta puñeta con respecto a los demás: se nos antojaba Camelot, y queríamos creer que los dibujantes de cómics de todos los tiempos no eran señores de vida anodina encadenada a un papel (menos Jim Steranko, claro, que era escapista) sino aguerridos creativos que intercambiaban ideas y vivían, como Jack Lemmon en Cómo asesinar a la propia esposa, a todo lujo, con mayordomo inglés y reflejando sus historias gracias a una base fotográfica.
Nada de todo aquello era verdad, como alguno de nosotros pudo descubrir mucho más tarde, cuando el mundo se hizo pequeñito y la comunicación por internet nos permitió asomarnos a las puertas del cielo e incluso echar raíces en el mercado USA. No sabíamos entonces, como especulamos ahora, los dimes y diretes, los enfrentamientos y las noches de copas, los distintos puntos de vista y las rencillas por un quítame allá estos créditos que fueron configurando, mes a mes y título a título, la Era Marvel de los Cómics, eso que algunos insisten en llamar, la Edad de Plata.
En este libro, como un moderno Rick Jones que ha sustituido la radio de aficionado por los papeles electrónicos que nos permite asomarnos a internet, José Joaquín Rodríguez Moreno se adentra no tanto en el universo Marvel como ente ficticio que refleja modas y hechos reales, sino en ese entorno creativo, en los condicionantes culturales y económicos, en las relaciones humanas que rodeaban la creación de los tebeos y, a su modo, le dan forma.
Conocerán ustedes, gracias a este excelente trabajo de investigación y divulgación, unas cuantas claves más para entender el funcionamiento y el éxito de la Casa de las Ideas. Ese mundo de ensueño que no existía más que en nuestras ensoñaciones, aquel Camelot dorado que ya había alcanzado su plenitud cuando nosotros pudimos asomarnos a él, en los primeros setenta, cuando leímos las novelitas Vértice por primera vez; en los ochenta, cuando quisimos llamar a las puertas del cielo que tan lejos estaba aún en el espacio y el tiempo; y en los noventa, cuando aquel caramelo ya lo compartía tanta gente que había dejado de ser ese secreto a voces, aquella seña de identidad de mi generación. O sea, de mi quinta.
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