Tuve el honor de presentar anoche al maestro José María Conget en la apertura del ciclo Voces en el Museo que se sigue celebrando en el Museo de Cádiz a pesar de lo chunga que se está poniendo la cosa para la cultura. Conget realizó un brillante recorrido, a partir de un cuadro de la Tía Norica que existe en el museo, por la cultura y el arte en nuestro país, por Pinocho y Calleja, el dibujante Don Paco, la alta cultura y la cultura popular.
Mi presentación fue esta que pueden leer ustedes más abajo. Pasamos un ratito la mar de entretenido y entrañable.
Si Rafael Alberti nació, y lo perdonamos, con el cine, hay también quienes hemos nacido (o morimos, como se dice en Cádiz) con las otras manifestaciones culturales del siglo veinte.
Recuerden ustedes que hubo un tiempo, antes de la televisión y del seiscientos, antes de las porras de los grises que ahora vuelven, antes de las hipotecas y justo al límite de los planes de desarrollo, quizá en su época de babuchas de esparto y heridas de pedradas en la cabeza, cuando la vida eran tardes de pan con aceite y azúcar o café con migotes y, entre Guillermo Sautier Casaseca y los chistes de El Zorro, cuando todavía el Carrusel Deportivo estaba en la voz de Bobby Deglané, cuando la poesía que más les enternecía era con mucho la de las canciones Machín (o quizá, según edades, la de Los Pecos) hubo una era no soñada en que los libros no eran solo de letras, sino de dibujos, y el mundo se configuraba con lo que leíamos y aprendíamos y disfrutábamos con esa curiosa mezcla de letras y dibujos.
Los llamamos tebeos. Luego, nos enteramos que les decían cómics. O historieta. Y después fueron comix (con equis), y en Francia se llamaban bandé dessiné, y en Argentina “literatura dibujada”, y en Italia "fumetti", y con el paso del tiempo se llamaron también manga, o ahora novelas gráficas.
Eran evasión barata. “Cine de pobres". Con los tebeos aprendimos que la épica se llamaba El Guerrero del Antifaz o el Jabato, que el costumbrismo era La familia Ulises y el naturalismo era Carpanta. Con los tebeos aprendimos que el surrealismo era parecido a las historietas del Reyecito, que la canción de gesta era Príncipe Valiente, que las vanguardias las reflejaba Little Nemo en Slumberland y que antes que Azcona y Berlanga existieron los personajes de la escuela Bruguera. El Capitán Trueno nos enseñó que no se podía soportar la tiranía, y comprendimos el existencialismo, mejor que con Salinger, viendo a aquel otro guardián entre el centeno del campo de béisbol que se llamó Charlie Brown, el niño que nunca cogió una pelota y del que se burlaban todos los niños.
Aprendimos tanta historia, tanta geografía… ¿Quién recuerda qué fueron los vikingos prehistóricos? ¿Quién se sabe hoy todavía, si no ha leído a Martín Mystere, que Talahassee es la capital de Florida, y no Miami? Conocimos a Celaya no solo por Paco Ibáñez, sino porque Carlos Giménez lo dibujó en El Papus. Sabemos cómo fue la transición de verdad porque todavía quedan los guiones de Ivá para España Una, grande y libre.
No nacimos con los cómics. Ni nacimos quizá para los cómics, pero los cómics no acompañaron buena parte del camino. Nos acompañan todavía. No nos avergonzamos de leerlos, de coleccionarlos, ni de escribir sobre ellos, ni de guionizarlos. No sé ustedes, pero yo empecé a comprar El País porque traía las páginas dominicales de Star Wars dibujadas por Russ Manning, y jamás oculté mis Totem o mis 1984 entre las páginas de ningún periódico progre.
Sabemos que los tebeos son mucho más de lo que creen los que desprecian los tebeos.
Sabemos que los tebeos son un medio de comunicación de masas.
Sabemos que son arte.
Sabemos que son también literatura.
Y lo mismo que hemos atesorado esas ediciones viejas que huelen a eso, a papel de tebeo, a tinta de colores, a infancia perdida y nunca recuperada, aprendimos también a admirar los originales, esos tableros de papel A3 llenos de cuadritos de tinta china y rastros de lápiz azul debajo. Unos querrán (yo también) ser Cristiano Ronaldo por sus novias. Otros quisiéramos ser George Lucas no sólo por el dineral que tiene y porque ha creado una mitología de nuestro tiempo gracias a sus sagas galácticas y sus arqueólogos sucios, sino porque en algún lugar de su mansión tiene la maravillosa viñeta donde, en 1937, el Príncipe Valiente se enfrentó a los vikingos.
José María Conget, con su apellido que se las trae, es un hombre de la cultura, de la literatura. Aragonés, autor de “worst sellers” como él mismo dice con ironia. Profesor emérito de lengua y literatura a quien escuché una vez decir una frase bellísima que atesoro como oro en paño y que me permito compartir ahora con ustedes: “Yo en mi vida he suspendido a un alumno. ¿Cómo puedo suspender a nadie en una asignatura que pretende potenciar un gusto?”.
José María Conget estuvo en Cádiz allá por el año de Tejero o el año de Naranjito, cuando el esperpento, en cualquier caso, cuando era más joven pero no más intrépido. Muchos de nosotros lo conocimos entonces. Por aquel tiempo, no sé si salió siquiera en la prensa, en el barrio del Pópulo, en la Casa del Almirante, el Ateneo Popular organizó unas jornadas dedicadas a la historieta y una exposición donde los artistas locales, que entonces eran mucho, expusieron sus originales.
No sé si esa fue la primera vez que Conget colaboró con unos actos culturales del medio. Pero desde entonces lo ha hecho muchas veces. Viajero impenitente, como si hubiera viajado por la vida a bordo del globo del mago Morgano, Conget ha vivido en Londres y en Nueva York, ha comisariado exposiciones y escrito sobre los tebeos. No solo sabe mucho de cómics, es que por sus manos han pasado, cuánta envidia, los originales de los títulos que formaron la edad de oro de la historieta en nuestro país, y encima los ha paseado por medio mundo. En el otro medio que falta está Cádiz. A ver cuándo nos toca…
Dijo Pablo Ruiz Picasso que lo único que lamentaba en la vida era no haber dibujado nunca cómics. Tampoco hubiera hecho falta: los tebeos y sus autores se defienden por sí solos.
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