Se le pasaban las horas muertas de cara al mar, contentándose con su música de agua y su olor a capricho eterno, puesto que ya no podía verlo. Más allá de la orilla se hallaban la libertad y los recuerdos. El rumor de las olas cantaba una canción que en otros tiempos había amado y había temido, porque el mar es engañoso como una mujer fiel y al mismo tiempo es leal como una amante deshonesta. Él lo conocía bien, muchas veces había estado a punto de unirse a aquella inmensidad que ahora sólo podía atisbar con los ojos de su memoria, como una gota minúscula de lluvia que se suma inconsciente a un lago infinito. Una y otra vez el mar repetía en su balada que era el más grande, exagerado y pagado de sí mismo, mentiroso hasta en el nombre, distinto a todos y sin embargo idéntico. Él sabía que todos los mares eran el mismo mar, pero le divertía seguirle la corriente y escucharlo cantar, todos los amaneceres y todos los ocasos, retando a la luz y el viento su condición de océano único.
Se le pasaban las horas muertas esperando la muerte, fumando un cigarrillo tras otro, cebando mate y, a escondidas de Pandora, paladeando ron. Él, que había recorrido las aguas y las tierras, que había buscado tesoros y encontrado las más de las veces decepciones o el sabroso manjar del conocimiento, era ya una sombra de lo que un día fue. Él, que nunca había querido tener orden en su vida, se veía sometido cada día a unos horarios: sólo sentarse en la playa, mirando sin ver el mar que estaba allí siempre, le rescataba de los brazos en los que tenía que apoyarse, de la rutina de comidas y siestas y lecturas con la voz de otros y reprimendas porque el viento podía acatarrarlo o reproches porque contaba historias truculentas a los niños. Pero los niños siempre volvían a escondidas a escucharlo, y a que le contara las historias de Steiner, de Tristán, de Tiro Fijo o del teniente Slütter, del Monje y Cush y el Barón Rojo y Bepi Faliero y Shangai Lil y de Banshee O´Dannan y de la propia Pandora y el tío Caín. A los niños les sorprendía que la abuela y, sobre todo, el estirado tío Caín hubieran corrido alguna vez aventuras, y a veces recelaban si cuanto les contaba aquel marinero ciego era verdad o simples mentiras adornadas por la mente de una vida que se apagaba. Pero entonces buscaban la certificación de las historias en la otra mirada perdida, la del tío Tarao, quien se limitaba a asentir solemnemente cuando sabía que las historias eran verdad y se encogía de hombros cuando reconocía que la vida del marinero errante había recalado en otros puertos más allá del Pacífico.
A los niños les daba miedo cuando se mencionaba a Rasputín, pero en la sorna de la voz del viejo ciego cada vez que refería su larga relación de amor y odio se notaba que, a lo mejor, era alguien a quien no había que tomarse demasiado en serio. Si acaso, estaba claro que lo envidiaba, porque no tenía que pasarse las horas allí sentado, mirando hacia atrás, leyenda de sí mismo. Lo último que supieron de él, hacía ya meses, era que andaba por las sierras de Bolivia. Si a favor de los insurrectos o comandando, a sus años, un pelotón de guardias de asalto era algo que sólo podría decidir la cantidad de monedas que pudieran pagarle uno u otro bando.
Se le había vuelto amarillenta, la gorra de plato, pero ni por esas permitía que se la cambiaran por un sombrero nuevo, un panamá, un jipijapa. Se sentaba allí, fumando y mirando hacia adentro, atento a los sonidos de las olas, al canto de las gaviotas, y en las guerras que jugaban los niños escuchaba el recuerdo de otras guerras, ametralladoras, trenes, aviones, barcos que se hundían y almadías lejanas donde una vez, decía, maldijo el sol porque lo estaba dejando ciego, quizá porque, según contaba el tío Tarao, apareció allí un día encadenado, a la deriva, por truhán o por pirata. Pero no fue el sol lo que lo dejó ciego, sino una bomba, en la guerra de España, de la que los niños solo habían oído hablar cuando alguien preguntaba el motivo de la ceguera del tío.
Ciego y todo, y solitario, no perdía el buen humor, ni dejaba de hacer trampas al ajedrez o a las cartas. No había manera de que dejara de beber ron, y hasta identificaba los años, y las marcas. Sabía perfectamente cuándo no le habían planchado la levita, o lo que iban a ponerle de comer. Y siempre, allí sentado, se levantaba del sillón de mimbre dos minutos antes de que vinieran a verlo las visitas.
Eran viejos camaradas a los que saludaba con afecto, como si fueran fantasmas y no entendiera si estaban vivos o estaban muertos. Ancianos como él iba siendo sin darse cuenta, gente a quienes había salvado la vida, o con quienes había buscado tesoros que luego se tragó el mar. Pero en ocasiones venía a verlo gente nueva, como aquel grandullón italiano, dibujante, que hablaba con acento argentino y cebó mate y estuvo charlando con él días y días, tomando notas y esbozos. Los niños nunca supieron qué historias les contó el tío, hasta qué punto le mintió o le tomó el pelo, pero el dibujante italiano se marchó contento, después de estrecharle la mano. Unos años antes, cuando los niños aún no habían nacido o eran tan pequeños que ni siquiera lo recordaban, vino a verlo un muchachito argentino (¿qué tenían los argentinos que siempre venían a visitarlo?), en una moto, un médico asmático que estaba recorriendo América. También a él le dio la mano de la misma forma, y también él se marchó con la sensación de que ahora había encontrado un sentido a la vida.
Pero la vida, claro, ya no tenía sentido para quien tenía que soportarla mirando sin ver el mar, como el amante que no puede reunirse con la amada y sabe que el recuerdo solo no le basta. Cuando los niños despertaban, ya estaba sentado allí, tomando café cortado, empapándose de luz, oliendo las mareas. Y cuando los niños se iban a la cama él todavía seguía allí, bañado por la luz de la luna, mecido por el canto de los vientos entre los palmerales, escuchando canciones y añorando a Cush y los misterios de África.
Solo él, allí, una noche, fue testigo de que llegaba la barca. Manejando la vela venían Rosa Boca Dorada, y Morgana, y una Niña de Gibraltar que seguía siendo joven porque el tiempo ya no la afectaba. Y le dijeron ven, que llegó el día, ven, que ya no tendrás que buscar ni la clavícula de Salomón, ni el filtro de Paracelso. Ven, Corto, ven, que ha llegado el momento en que vuelvas a soñar, como te gusta, con los ojos abiertos.
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