Doce años después del inicio de la serie, Prince Valiant era ya un título que se movía dentro de unos parámetros únicos dentro del mundo de la historieta. A contracorriente siempre, Harold Foster seguía sintiéndose cómodo con su personaje y con el mundo que rodeaba a su personaje, un mundo que se había ido haciendo más grande, más perfecto, con la inclusión de comparsas memorables y, sobre todo, desde el matrimonio de Valiente con la bella Aleta. Los héroes de los cómics, en su mayoría, no sabían ni supieron prescindir de sus novias eternas, y en esto Foster, como en tantas otras cosas, les sacó ventaja. Doble ventaja, ciertamente, pues ahí está el nacimiento del príncipe Arn para demostrar que la historieta podía avanzar en el tiempo y parecerse sin complejos a eso que ahora está tan de moda y que ya existía entonces: la novela.
En los dos años (1949 y 1950) que abarca este álbum, Foster conoce y domina perfectamente los resortes de su narración. Ha estilizado su prosa y también ha estilizado su dibujo, prescindiendo de buena parte de los fondos y aceptando por primera vez la colaboración de ayudantes (uno de ellos su propio hijo). Vemos aquí, quizá inconscientemente, un par de regresos a los orígenes, o quizás Foster desarrolla más a placer los elementos únicos de su narrativa que antes habían quedado esbozados. Es el caso de la magia y la brujería, cuya aparición siempre liviana en los primeros años de la serie queda aquí ahora al descubierto: los espectrales habitantes del castillo de Illwynde utilizan teatro y máscaras para asustar a sus vecinos y protegerse… un subterfugio que el propio Val ya había empleado con la máscara de piel de pato contra el ogro de Sinstar. También, el bellísimo pasaje de la lucha contra los pictos en la muralla de Adriano (y habría que recordar que siempre que viaja al norte Val acaba al borde de la muerte) remite al bellísimo momento del asedio de Andelkrag, la barbarie contra la civilización, la delicadeza de las damas frente a la rudeza de los pictos (o los hunos, en aquel caso), y hasta encuentro personalmente un claro paralelismo entre la viñeta 5 de la plancha 663 con la viñeta 4 de la 124: entre ambas vemos el paso del tiempo, cómo el joven que desafiaba a la muerte desde la serenidad está a punto de sucumbir. A partir de este momento, los rasgos de Val ya no serán los de un muchacho, sino los de un hombre adulto.
Pero lo más importante de estos años es la presentación del joven Geoffrey. Todo caballero necesita un escudero. El príncipe Arn es todavía apenas un bebé, pero sin duda Foster ya imagina cómo será la vida futura de sus personajes cuando el rubio hijo de Valiente y Aleta pueda compartir aventuras con su padre. Geoffrey (o Geoff, o Geff, parece que Foster nunca tiene muy claro cómo llamar al muchacho… hasta que lo resuelve más adelante dando un giro total a su historia) es en cierto modo un recuerdo al Val juvenil, escudero a su vez de Sir Gawain, y un borrador de lo que pueda ser Arn adolescente. Valiente y atolondrado, fiel y nervioso, capaz de saltarse a la torera las normas, Geoff acompañará a Val y sus caballeros y sus familiares durante varios años, como si fuera una especie de hijo adoptivo. A través de sus ojos de sidekick admirado veremos muchas veces el descubrimiento de los paisajes y los países, los peligros y las miserias del ser humano, los elementos humorísticos y también, cuando llegue el momento, la tragedia de la impotencia. Geoff es un buen chico con aspiraciones de ser un gran guerrero como es Val, pero el destino le tiene preparada otra grandeza, y Foster, que se encariña con el personaje (hasta el punto de utilizarlo para reparar un desencuentro con su propio hijo) lo hará con el correr de los tiempos parte inextricable de la leyenda del príncipe Valiente.
Un príncipe Valiente que, atolondrado en ocasiones, perderá al final de este álbum, y durante muchos meses, su look más característico. Y es que hay cosas con las que no se juega… como bien habría sabido de fijarse más en cómo le fue a Oom Fooyat con sus experimentos pseudo-científicos. Nunca hay que tomar el nombre de Merlín en vano.
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