A raíz de lo que hemos estado comentando en las últimas semanas sobre Stan, Jack, Foster o Caniff, hay un detalle que me parece que olvidamos a menudo cuando juzgamos la obra de los autores de historieta. Y no, no solo es que puedan perdurar o no en el tiempo, que sean fruto de un momento o unas circunstancias en las que hay que meterse para intentar comprender, a veces, el porqué de su éxito y su situación en nuestro particular olimpo.
Y es, ni más ni menos, su permanencia en el tiempo en este oficio. A veces le exigimos a un autor que dibuje o escriba, con setenta años, tal como lo hacía cuando tenía treinta. Y, por ley de vida, eso es imposible.
Bastante tuvieron Stan y Jack, por ejemplo, con levantar todo el tinglado que levantaron habiendo llegado a la piedra filosofal de la creación de personajes y la explotación de superhéroes cuando ya ambos habían superado la barrera de los cuarenta años... en una época, además, en que los cuarenta años eran el equivalente a muchos más años de lo que son ahora. Y bastante tuvieron con mantenerse en el candelero otros quince años más, con sus altas y sus bajas, sus tropiezos y sus hallazgos, además en una época de cambios tan acelerados como fueron los años sesenta.
Lo mismo nos pasa, lo hemos visto en comentarios un poquito más abajo, con la obra de Harold Foster. ¿Hasta cuándo es interesante Príncipe Valiente, cuándo comienza su decadencia? Arbitrariamente, los admiradores del dibujante ciframos el momento en que entrega completamente los trastos de matar a Cullen Murphy y su hijo (o sea, cuando ya no está detrás ni siquiera del guión ni del story-telling), pero lo cierto es que, sí, hay momentos en la larga saga en que vemos que no tiene el pulso de antes. ¿El motivo? A menudo se olvida que Foster llegó al título de su vida cuando tiene ya 45 años, y que aguanta en la misma historieta, prácticamente sin alterar la calidad de su dibujo ni la intensidad épico-doméstica de sus historias durante otros treinta y cuatro años. Es decir, ya en los años cincuenta Foster era el equivalente a un jubilado de hoy, y en los sesenta era un autor cuasi-octogenario que continuaba al pie del cañón con una calidad envidiable.
En un mundo donde los autores que sobreviven lo dan todo en cinco años y después desaparecen por el foro o pierden fuelle de manera estrepitosa (el comic debe ser una de las pocas artes donde el equilibrio entre juventud y madurez se consume en un instante) no deja de ser una muestra más de la enorme calidad de estos ejemplos que cito. Hay más, naturalmente, por fortuna.
Pero, por favor, cuando despreciemos olímpicamente el trabajo de unos autores porque ya no están a la altura de lo que hicieron antes (pienso, ahora mismo, en Carlos Giménez, en John Byrne, en Chris Claremont, en Victor Mora), piensen en lo rápido que se mueve este medio, en cómo en la vida real, en otra profesión, quizá serían ya eméritos o habrían perdido, de ser actores, los papeles de galán para integrarse en el honorable mundillo en segundo plano de los actores de reparto. Mis alumnos no escuchan mi música, como yo no escuchaba la de mis padres: sería absurdo que tanto unos como otros exigieran que la historia pasada se moviera según unos parámetros de ahora... esa cosa tan fugaz, por otra parte, que en seguida se encarga de borrar el abismo del tiempo.
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