Leo en The Times (creo que es The Times: todos los periódicos ingleses acaban por ser iguales, y he comprado varios títulos estas semanas pasadas) la reacción a unas declaraciones de John Cleese, donde el actor comentó que Londres ya no es una ciudad británica, con todo lo malo y todo lo bueno que eso quizá quiera decir.
Es posible que sea cierto. Las sociedades cambian a toda velocidad, y los ingleses, lo más parecido a una sociedad extraterrestre a este lado de Japón, han conseguido en unas cuantas décadas hacer, no sólo de Londres, sino de sus ciudades principales, una mezcla de razas y colores y músicas y comidas. Siguen conservando lo peor de sí mismos en muchas otras cosas (¿cuándo harán bien el café o descubrirán que el pepino mata el sabor de todos los sandwiches que, por cierto, a pesar de sus múltiples variedades no saben preparar?), pero han tenido que aprender a convivir, quizá porque no les quedaba otra, con los restos de una Commonwealth que les ha hecho ver la otra cara de la tortilla.
Ellos siguen a su bola, rule Britania y todo lo demás. Inconscientes, me parece, de que tampoco su idioma es ya de ellos, y que se habla en el mundo gracias al comercio impuesto por el amigo americano... hasta que quizá sea sustituido por el mandarín, como ya vimos gracias a Joss Whedon.
Como hormigas van a sus trabajos, cultivando ese aire algo estrambótico que les ha hecho característicos, de la flema al hooligan, del señor de la bici y el bombín al otro que se cree heredero de bárbaros señores feudales y luce su mórbida piel con tatuajes de runas y dioses paganos, incapaz él mismo de comprender que, si acaso, sus ancestros fueron siervos de la gleba, esclavos como él pueda serlo todavía.
Me encuentro de frente con un viejo oriental, respetando escrupuloso el paso de peatones aunque no pasa ningún coche. Lleva dos bolsas de Tesco, una en cada mano. Y al hombro, en cuatro sendas bolsas de plástico blanco, colgando dos delante y otras dos por detrás, cuatro melones que le desequilibran el paso.
No sé de dónde viene el anciano, ni sé si nota diferencia entre esta sociedad a la que intenta unirse y la otra sociedad de la que quizá escapó algún día. Pero la forma en que carga esos melones es todavía un recuerdo de sus raíces, el estigma bendito de la vieja cultura.
No, no creo que haya mucha diferencia entre de dónde vino y dónde está. Nunca será británico, ni será ya chino. Es otra cosa. Un anciano que carga melones y regresa cabizbajo a una casa alquilada con el sueño de que sus hijos, o sus nietos, sean algún día esos ciudadanos británicos que ya no encuentra en Londres John Cleese.
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