Es un símbolo de un país al que no simboliza: en realidad, es un disidente, un patriota de una realidad que no es, un buenazo que además usa un arma defensiva. Fue producto de la propaganda de una época y, sí, reverdeció de sus laureles cuando se le resucitó en los años sesenta y entonces pudo confrontar, para nosotros, la América idealizada en la que creía ingenuamente y la otra América más torva o más sucia que se iba desplegando ante la ciudadanía universal a medida que el pragmatismo y las malas acciones del amigo americano nos quitaban la venda de los ojos. Nunca fue el fascista que creyeron quienes jamás lo leyeron (entre otros, el Tea Party, que ahora lo utiliza con descaro), sino la encarnación del chico bueno (el chico de Brooklyn) que aceptaba a pies juntillas las doctrinas de Roosevelt (y quizá luego las de Kennedy) y se sabía heredero de una misión.
Por eso era tan difícil llevar al símbolo a la pantalla. Porque, no olvidemos, quizás en los EE.UU. de A. puedan aceptar las propagandas patrioteras y los desfiles y las barras y estrellas, pero el dólar es el dólar, hasta que lo sea el yuen, y hay que vender el producto al universo mundo. Y el personaje puede tener ahí, en su bandera uniformada, un handicap.
La película consigue ser ideológicamente blanca. Quizá demasiado ideológicamente blanca. Neutra. Una pura aventura en una Segunda Guerra Mundial donde no hay nazis (o no se identifican los nazis) a cambio de una amenaza mayor, la rama aquí escindida de lo que es Hidra. Steve Rogers y su alter ego componen una especie de aventurero limpio, un cowboy de sombrero blanco, ingenuo, simpático, con quien resulta imposible no identificarse. Es un guerrero que reconoce que no tiene interés en matar (pero, eso sí, no se corta un pelo en hacerlo) enfrentado primero a su misma limitación física, al aparato de propaganda que no quiere utilizar su potencial después, y al malo remalo en el último y más flojo tercio de la película.
Siguiendo fielmente la leyenda del personaje, la película incluso pone al día algún elemento que hoy parecería desfasado e incluso molesto. Bucky Barness deja de ser el molesto sidekick adolescente para convertirse en el amigo del héroe, amigo sin más, y además su función en la historia (continuaciones donde será Winter Soldier aparte) es la de ocupar el hueco que tuvo en los cómics el Sargento Furia. Se corrigen las exageraciones patrióticas de los tebeos de los años cuarenta, sustituyendo con inteligencia el enfrentamiento con Hitler por una serie de actuaciones teatrales, y se homenajea a los viejos seriales de la época. La película está llena de sentido del humor (¿la mano de Joss Whedon?) y de la épica... pero no del drama.
Se hace simpático, ya digo, Chris Evans en su papel. Están estupendos el viejo zorro de Tommy Lee Jones y Stanley Tucci. Cumple con creces Haley Atwell como Peggy Carter, aunque cueste tragarse que pegue tiros en primera línea de batalla. ¿Dónde está la pega?
En los malos. Cráneo Rojo aparece desdibujado, tonto, sin matices. Incluso Arnim Zola está un poquito mejor. Pero Johan Schmidt no es la amenaza que tendría que ser: en ningún momento nos lo creemos. Es, más que un malo de tebeo, un malo de opereta. No llegamos nunca a saber cuál es su plan. Como malo de James Bond (y recordemos que Capitán América bebió y mucho de la saga de 007) nos parece uno de tantos. Nunca llega a quedar claro (imagino que eso quedará para la película de Los Vengadores) qué demonios es el cubo cósmico y qué puede hacer aparte de borrar a los secundarios de la escena. Y para colmo el doblaje (nefasto en general) hace que en vez de un super-nazi con megalomanía parezca un guiri con una patata en la boca... y ni siquiera un guiri alemán, por cierto.
La película está llena de altibajos en ese aspecto: toda la narrativa con las tribulaciones de Steve Rogers, su transformación, la labor de propaganda, el cambio de uniformes (hasta cuatro llegan a verse, contando con el flashforward de la peli del año que viene), es de sobresaliente. Pero el guión (y lo achaco a un fallo de guión no de dirección) insiste en buscar la narración paralela entre americanos y nazis (o lo que sea), y la historia de Cráneo Rojo, ya digo, es aburrida y falta de chicha.
La película tiene un defecto gordo: se hace corta. Mientras juega a la exposición de los elementos que desembocarán en la creación del personaje como mito, es estupenda. Pero se le acaban los minutos y tiene que contar en una serie de escenas concatenadas todos los enfrentamientos con las bases secretas de Hidra por el mundo. Nos llevan entonces al enfrentamiento final... y se acabó. Demasiado apresurado todo, en ese aspecto. La película tiene que saltarse la tontería típica de Marvel Productions de incluir la escena de continuación tras los títulos de crédito e incluirlos antes, so pena de provocar un oooh como una casa en el público. Y sólo entonces, tras los créditos, se coloca un popurrí de escenas (no una sola) de Los Vengadores.
Hay abundantes referentes, tanto a los cómics (el traje -o el robot- de la Antorcha Humana original del profesor Horton, el coche volador de Furia, las alusiones a Tucker y Howard Hughes en el padre de Tony Stark, los sellos 4F y 1A) como al cine de aventuras, de Indiana Jones a Star Wars.
Ni siquiera se presentan por su nombre a los Howling Commandos. Y la aparición final de Sharon Carter (Amanda Righetti, anunciada como tal en el casting vengador y aquí apenas identificada por una clave con el número 13) deja abierta la conclusión de si, tantas décadas más tarde, será la nieta de Peggy.
Las canciones de las chicas del coro, extrañamente, se doblan. La música de Alan Silvestri me temo que carece de ese leit motiv que la hiciera identificable con el personaje. Pero no todo el mundo es John Williams, claro está.
Película veraniega, divertida y en ocasiones trepidante. Un peldaño más en la creación de ese universo superheroico que veremos cómo encaja el año que viene.
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