Debí ver esta película en su estreno, allá por las postrimerías de los años sesenta, cuando yo era un niño que en cualquier caso ya lo que quería era ser cantante pop, no figura del toreo. Hoy la he visto de nuevo, en la tele, ante el cachondeo generalizado de mis hijos y la sorpresa compartida con mi mujer, porque nos hemos asomado durante hora y pico a una España (o a una visión de España) que es ya ciencia ficción, inenarrable, increíble, puro pan y circo y lavado de cara de un régimen que decidió echarle morro a la cosa en vez de imponer con descaro la dialéctica de la fuerza.
He visto la película con cierta sorna, pero también con asombro y reverencia. Por ver los fondos, he comentado: por reconocer cómo eran las calles, las plazas, las ropas, los surtidores de gasolina, los bares, los coches. Por ver cómo fuimos hace ya la friolera de cuarenta y cinco años, que se dice pronto.
Y me he sonreído, claro. Y me ha dado cierto apuro vergonzante en según qué momento. Pero, cónchiles, ahí hay cine. Un biopic falseado con un actor que no es actor haciendo de actor que hace de torero, con un par. Doblado pero lo bastante bien dirigido para no desentonar demasiado del resto del elenco.
Y qué elenco. Olviden ustedes si los toros les gustan o si les provocan ataques furibundos de antitaurinez. En esta película están los más grandes. Y como son los más grandes hacen papeles ínfimos, apenas unos minutos en escena. Pero cómo bordan los puñeteros sus apariciones: ahí está Agustín González (que hace de personaje con gafas oscuras y sin embarco cae simpático), ahí está José Bódalo, el mejor zapatero cojo que jamás haya interpretado nadie. Ahí está ese amigo del muchachito bueno que fue siempre en el cine y la tele española Manolo Zarzo. Y Gomez Burr, capaz de robar la escena cuando se pone al revés las gafas. Y un jovencito Pepe Sacristán, que por entonces hacía siempre de tartamudo. Y el gran Luisito Varela. Y los soberbios Andrés Mejuto, y José Orjas, y Alfonso del Real, y Carlos Lemos, y José Calvo. Y Alfredo Landa cuando ya iba camino de convertirse en leyenda.
Y todos y cada uno de ellos son capaces, ya digo, en los pocos minutos que les da la pantalla, de componer un personaje, de buscar un guiño a la cámara, de hallar un tic gestual, una sonrisa, un gesto para apropiarse de la película ese tiempo justo que les dio el metraje para convertirse en aquella generación de monstruos que convirtieron el arte escénico en algo a la vez familiar y deslumbrante.
Julia Gutiérrez Caba, como la madre del intrépido aprendiz de torero, está tan inmensa como podría haberlo estado, en el mismo papel, Ana Magnani.
Un género en sí mismo, estas historias de toreros y de éxitos al filo del pitón (la mejor de todas, sin duda, la existencialista Aprendiendo a morir, con un Cordobés que es puro Blueberry, oigan), con sus lugares comunes, sus documentales incluidos en la trama, sus chicas que no comprometen a nada al héroe (en este caso una bella -y modernísima- Cristina Galbó), y una propaganda amable que uno sabe mentira sólo a medias.
Ya no existen maletillas que quieran pagar con su sangre el precio de la fama. Ahora la fama se conquista tumbado en un sofá ante unas cámaras o exponiendo tus vergüenzas desde cualquier isla más o menos desierta.
No sé si hemos cambiado tanto, en realidad. En cualquier caso, era más grande esta épica, esta poética.
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