Hemos convenido que la segunda mitad de los años ochenta fueron, para la ciencia ficción española, la larga y terrible travesía en el desierto. Fue cierto en mi caso, por las circunstancias personales que mencionaré luego, pero no podemos considerar que fuera así en líneas generales… aunque sea así como hayamos convenido creerlo, quizá porque los que querrían escribir la historia, desde la cómoda atalaya de los fanzines, no estaban allí haciéndola.
Me explico: Sí, es cierto, nos quedamos huérfanos con la desaparición de Nueva Dimensión. La revista había servido, sobre todo en su última etapa, como punto de presentación y encuentro de los autores españoles, así como de escaparate de lo que se cocía en el género dentro y fuera de nuestras fronteras, incluyendo el cine y los cómics. A su estela, coincidiendo con su desaparición y sobreviviéndola unos años, los fanzines que imitaron, con menor presupuesto, su formato, y donde los escritores que empezábamos (si es que uno no está empezando siempre en este oficio) podíamos diversificar nuestros relatos: Kandama, dirigido por Miquel Barceló, que tenía entonces (como quizá todavía ahora) que aclarar cada dos por tres que ni era pintor ni era pariente de Elia Barceló; Máser, de los hermanos Parera; Sueño del Fevre, de Carlos Díaz Maroto, y también Nova, Núcleo Ubik o Parsifal, que llegaron luego.
En esos fanzines nos fuimos fogueando la generación de los ochenta. Sin embargo, no recordamos nunca que es en los años ochenta cuando se publican (y no, no voy a citarme otra vez) algunos de los títulos más importantes de la ciencia ficción española: Mundos en el abismo y su continuación, Hijos de la eternidad, por el tándem que entonces formaban Javier Redal y Juan Miguel Aguilera; y Las islas del infierno, Las islas del paraíso y Las islas de la guerra, donde dio el do de pecho Ángel Torres Quesada. En la colección de Ultramar, dirigida (cómo no) por Domingo Santos.
No es cierto entonces, a la luz de estos títulos (habrá alguno más, seguramente, pero creo que no tuvieron la importancia que tuvieron estos), que los ochenta fueran unos años de travesía en el desierto. Al contrario, fueron tiempos en que unos cuantos autores supieron sacudirse del yugo del relato y escribir novelas y, en el caso de Angel Torres, librarse de la etiqueta de autor de novelas de a duro y encarar con éxito la forja de una trilogía propia.
La ciencia ficción quizá estuviera entonces descabezada en cuanto a las actividades del fandom, tan activo luego en los noventa y hasta la aparición de Internet en nuestras vidas, pero quizá vivió su mayor momento de popularidad fuera de él. Nuevamente de la mano de Domingo Santos, Orbis editó cien títulos, una biblioteca básica de ciencia ficción (se anunció en la tele y todo) donde se repescaron infinidad de títulos clásicos (especialmente, si la memoria no me falla) de la colección de Martínez Roca.
Recuerdo la envidia que me daba mirar aquella colección en los escaparates de las librerías, y soñar con los ojos abiertos que mi novela perdida en la nada (Lágrimas de luz) pudiera repescarse como uno de aquellos cien títulos. Una esperanza vana, pues yo no era nadie, y la colección no incluía autores españoles.
O no los incluyó hasta muy adelante. Un día Santos se puso en contacto conmigo y me propuso, sin que yo me lo esperara, repescar Lágrimas de luz para la colección. Yo no daba crédito. Mi novela recuperada, por fin, y en una colección que iba a llegar a muchas partes (incluyendo, creo, una edición más o menos pirata para Sudamérica). Y hasta pagaban y todo: dos mil dólares de entonces. Santos, a quien nunca podré expresar mi agradecimiento por tantas y tantas cosas, se sacó igual que yo una espina del costado con la recuperación de la novela.Fue el número 65 de la serie, y se recuperó la portada original y todo.
En Ultramar, por aquella época, publiqué mi segundo libro, una antología de relatos con el título algo surrealista de Unicornios sin cabeza. Eliminé de la antología los tres o cuatro relatos que no eran de ciencia ficción, aunque no uno de ellos, porque a Santos le gustaba (el relato “Otros días, otros sueños”, de corte biográfico) y el mismo Garcés que ya había ilustrado la portada de Lágrimas de luz se encargó, como hacía con toda la colección, de la de este librito. Hubo un fallo de coordinación entre la imprenta y la editorial y el libro salió con el papel más fino destinado a los tochos más gordos, con lo cual quedo todavía más escuálido. Si ya me habían advertido que las antologías de relatos vendían menos que las novelas, en este libro experimenté en carne propia la verdad de aquella maldición. Fue quizá el libro menos vendido de la colección, precisamente por el tamaño tan pequeñito y por ser de los más baratos que se pusieron a la venta.
Como muchos de los títulos de Ultramar, por cierto, todavía puede encontrarse en muchas ferias del libro de ocasión. Pero no es que se vendiera tan mal, ojo: es que alguien se quedó con los fotolitos de muchos de los libros y periódicamente se reimprimen no se sabe dónde, sin que los autores veamos un duro de beneficios.
¿Una antología como segundo de mis libros, en vez de una nueva novela? Qué remedio. A los autores nos entusiasma recopilar nuestros relatos, desperdigados en revistas y fanzines, así que la ilusión de tener casi toda mi producción de entonces en un solo tomo compensó la cruda realidad: después de escribir Lágrimas de luz me había quedado absolutamente vacío, sin palabras, sin ideas, y lo que es más terrible, sin estilo.
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Categorías: Ciencia ficcion y fantasia