Los años ochenta fueron esa década en que nos cambiaron la revolución por el diseño y los tebeos por la música. En el mundo del cine, la sombra de El Imperio Contraataca no pudo hacer sombra a la de la película anterior de la saga, por mucho que todos consideremos que es la mejor del conjunto, o al menos su influencia en la estética de las modas peliculeras por venir no fue tan decisiva. Lucas demostró que iba a su bola, que tardaba lo que le daba la gana en producir sus filmes (tres años entre cada uno), y que una vez asentado su imperio particular, podía dedicarse a lo que de verdad le gustaba, que era la producción y la experimentación, no la dirección. Con Industrial Light and Magic dio cobijo a los efectos especiales de gran parte de las producciones cinematográficas de la década, pero quizá quien la marcara estética y temáticamente fuera su amigo del alma, Steven Spielberg.
Spielberg, con Lucas, se separó de la ciencia ficción que había esbozado en Encuentros en la tercera fase y, recuperando filias infantiles y el amor conjunto a los héroes pulp y los seriales sabatinos, reinventó el cine de aventuras, simplificándolo quizá en exceso y despojándolo de los valores de gran drama que hasta entonces le había sido, solo en ocasiones, característico. Convirtió la serie zeta en serie a, tanto a nivel de presupuesto como por su calidad indiscutible como director, y con En busca del Arca Perdida llevó el revival que Lucas había iniciado en el año 77 a nuevas cotas de popularidad. Demostrando, sí, que volaba solo y que era muy difícil calzar sus zapatos: si con Star Wars todo el mundo se creyó capaz de contar aventuras espaciales (y las aventuras espaciales se extenderían todavía durante la década), con Indiana Jones costó trabajo imitar aquella depuración absoluta de los cómics y el cine de aventuras y los pocos clones que le surgieron tampoco llegaron muy lejos: Indy era demasiado icono en sí mismo para que nadie se atreviera a jugar a buscarle otro competidor: lo notó Tom Selleck, que tendría que haberlo interpretado, cuando intentó demasiado tarde sumarse al carro y rodar La larga ruta hacia China, un despropósito aburrido que acabó devolviendo al actor a la televisión, el medio donde Indy tuvo un par de breves herederos, Los cuentos del mono de oro y Traedlas vivas.
Pero Spielberg, que insistió en la ciencia ficción con aquella parábola de la infancia que fue ET (y que no he conseguido todavía que me guste sin reservas) se convirtió en rey Midas de Hollywood no sólo en calidad de director (donde tuvo un par de resbalones importantes, recuérdese Always, el desangelado remake de la maravillosa Dos en el cielo), sino como productor. Sus películas iban buscando un claro objetivo, el público adolescente que empezaba a llenar las salas de los centros comerciales, primero en Estados Unidos y luego en el mundo: películas donde dio cabida a los otros directores que intentaban seguirle los pasos (pero a cuánta distancia), y donde dio importancia a los actores jóvenes y, sobre todo, a los efectos especiales. Fue la época de Gremlims, de la televisiva En los límites de la realidad, de los Goonies y de Poltergeist, de El secreto de la pirámide y Nuestros maravillosos aliados entre otros títulos más olvidados y olvidables. Fue, sobre todo, la época de Regreso al Futuro, quizá la trilogía más importante y más divertida hecha a la estela de las dos producciones indiscutibles de Lucas y Spielberg.
Intentó Star Trek sumarse al carro, confiando en el carisma de sus personajes pero ciegos a la edad y la talludez de sus actores, por mucho que rescataran al histriónico Khan o nos divirtieran con el rescate ballenero en el tiempo: el lugar natural de la franquicia Trek estaba en la pequeña pantalla, y fue en la pequeña pantalla donde con Star Trek: La Nueva Generación se reinventó para públicos nuevos, demostrando que el universo Roddenberry (cada vez menos Roddenberry, quizás) no tenía que depender de unos personajes, y ni siquiera de una nave para seguir adelante. Otro día, si quieren, hablamos de cómo el lastre del núcleo duro de los fans, más las limitaciones de scope y presupuesto, han sido siempre una rémora para Star Trek.
En los años ochenta Mad Max dejó de ser un émulo barato de Charles Bronson y se sumó a la estética Mètal Hurlant para entregar una segunda parte en estado de gracia y un remate algo cojo, característica que sería común en todas las trilogías existentes, desde Star Wars (recuerden cómo odiamos todos a los ewoks sin saber que el futuro nos enseñaría a apreciarlos), a Indiana Jones, pasando por los diversos Terminators (o, fuera del género, los Rambos, Rockies y demás héroes monosilábicos).
Hubo un título que volvió seria a la ciencia ficción, o al menos cambió la percepción de la ciencia ficción a los críticos que no querían ni en pintura a la ciencia ficción: Blade Runner, la algo deslavazada mezcla del género negro y el high-tech, una película donde la lograda estética logró imponerse a sus muchos huecos de guión (y dirección), y que extraña que todavía no haya sido explotada en franquicias televisivas o cinematográficas. Un título que quizá tampoco tuvo más epígonos.
Quizá los años ochenta, entre producciones de alto presupuesto-pero-menos y producciones de bajo presupuesto camuflado, fue la gran época de la ciencia ficción (y, en menor medida, del terror adolescente). Vinieron a demostrar, sin embargo, que una buena película no la hace un gran presupuesto. La secuela de Terminator, pese a sus apabullantes efectos especiales, no logró ensamblar un guión mejor que la primera parte.
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Categorías: Ciencia ficcion y fantasia