La primera novela de verdad que leí en inglés (y me enteré de poco), fue Animal Farm, de George Orwell. La segunda (y me enteré de poco más) fue Farewell, My Lovely, de Raymond Chandler. Me llamó muy poderosamente la atención la segunda: por el estilo, por el cinismo, por la forma tan original y tan descorazonada y a la vez tan divertida que tenía de contar las cosas. Una novela policiaca, la primera novela policiaca que leía de verdad (sin contar, claro, las historias de Agatha Christie y las novelas de a duro).
La forma de escribir de Chandler, y la personalidad de Marlowe, fueron una epifanía absoluta. Por fin tenía delante un escritor que escribía usando las palabras como si fueran cuchillos, con un personaje que era a la vez noble y descreído, un perdedor con superioridad moral, el héroe que explicaba los sueños y los desencantos de mi generación. Si Vargas-Llosa, Umbral o García Márquez cultivaban una prosa lírica, pongamos que deudora de la poesía de Góngora (y ya sé que no es eso), Chandler (y quizá Chandler solo), cultivaba una prosa afilada y directa, no por ello menos poética, pongamos que deudora del cinismo de Quevedo (y ya sé que no es eso tampoco).
Por primera vez, creo, encontré un autor y encontré un estilo ante el que no me sentía desbordado, y una forma de narrar que me pareció a años-luz de la ciencia ficción que entonces se hacía. Pero uno es un popurrí de influencias y se me ocurrió que la ciencia ficción también se podía escribir de aquella forma. Y me puse manos a las teclas e inventé un detective del futuro, o un cínico perdedor de pasado mañana, un revolucionario del tres al cuatro, un antihéroe que contaba una historia (hoy me parece una historia muy sencilla) en primera persona.
Se me sumaron unas cuantas influencias más por el camino: el apellido de un personaje de una historieta de Alex Niño, el nombre del protagonista de Un cuento de Navidad, la cinefilia, los policías robóticos de una película que no había visto (ni he visto todavía) THX-1138, y hasta el nombre que, en Tequila Bang, daban a las fuerzas policiales, los “seguris”. Algún día tendríamos que hablar de la importancia de la imagen, de la fascinación de la imagen, en lo que escribimos.
Nunca digas buenas noches a un extraño me ocupó un verano entero, el del año 79, creo. Lo alterné con los ensayos de un grupo de teatro al que de pronto renuncié por escribir (pero cuánto, cuánto me influye al escribir el teatro). Y me lo pasé muy bien. Tenía la impresión de que estaba haciendo algo novedoso, tanto para mí (era la primera vez que escribía algo que superara las veinte páginas de los relatos) como para un género del que, de todas formas, tampoco había leído tanto. Digo siempre, con retintín pero con la candidez que me caracteriza, que con esa novela inventé el cyberpunk.
Y me quedé con ganas de más. La novela me ocupó unas setenta y cinco folios. Pero, mientras la escribía, imaginé ya la continuación, la venganza de Steel contra la dictadura en que se convertía la revolución que había ayudado a vencer y que lo había traicionado, como cualquier revolución que se precie. Terminado el verano, escribí el primer capítulo de la continuación, “No me digas adiós”, y realmente me pareció superior, más complicado, más difícil, con un estilo que era a la vez el estilo directo y afilado de la primera mitad, pero más triste, más reposado: habían pasado diez años en la ficción.
Se lo di a leer a mi hermano. Le conté cómo continuaba la historia. Y mi hermano, ni corto ni perezoso, me puso verde la idea (yo sigo pensando que era una idea buena, cómo a través de la tecnología y sus muchos millones Steel conseguía mandar a Amsterdam al carajo). Y, por una vez, le hice caso y dejé la continuación allí. Nunca la terminé. Si la hubiera escrito, entre las dos partes habría salido mi primera novela más o menos larga. Pero se quedó en lo que es: una novela corta de un detective futurista donde aprendí a manejar los tiempos y jugué a hacer algo nuevo.
Envié la novela a Nueva Dimensión y se publicó en el número 129, con una portada que parecía una catedral con una vidriera impresionista o impactada por un balón de reglamento. Gracias a la mediación de Ángel Torres, hasta conseguí cobrar por ella: 7.500 pelas de las de entonces, que era una miseria incluso en aquella época, pero menos daba una piedra.
Nunca digas buenas noches a un extraño consiguió bastantes buenas críticas, y todavía de vez en cuando me recuerdan que fue un descubrimiento, la demostración de que se podía hacer ciencia ficción, especulación, aventura y crítica social.
Fue mi primer paso en firme en este mundillo. Pero después no seguí exactamente por lo que establecía aquel camino.
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Categorías: Ciencia ficcion y fantasia