Durante los años setenta, la ciencia ficción televisiva tuvo al mismo tiempo un algo de naif y otro tanto de intelectualoide en ocasiones algo insufrible. Lo mismo te encontrabas con Tierra de gigantes, el súmmum del kitch, que La cabina o La Gioconda está triste, productos patrios que seguían la gloriosa tradición de El asfalto y otros productos donde los pocos escritores de la cosa atacaban al régimen desde aquello que el régimen no podía comprender: la abstracción. Lo malo, claro, era que esa forma de denuncia (también contagiada a los cómics) se convertiría en un marchado de cualité… y de enmascaramiento de muchas carencias bajo la pátina de lo incomprensible.
La ciencia ficción se ocultaba detrás de títulos como El inmortal (una especie de puesta al día de El Fugitivo, en la que un donante universal se las apañaba cada semana para salvar una vida con una transfusión) o Investigación, donde tres apuestos gañanes hacían de detective y transmitían en directo por medio de medallones algo cantosos lo que pasaba a un equipo que les echaba un cable (no se crean, era un poco menos inverosímil que lo que ahora usan en Blanco Humano).
El último gran título de la década sería Espacio 1999, una serie llena de carencias y sin embargo extrañamente adictiva. Ya saben ustedes: la luna sale pitando por las galaxias y permite al capitán Köenig y su esposa Elena conocer al monstruo de cada semana ayudados por un Zarkov de turno y un jefe de pilotos, Alan, que luego fue desapareciendo a medida que, en la segunda temporada, se les uniera una extraterrestre cambia formas (pero sólo a animales), llamada Maya. Creo que fue el último título de los Anderson, heredero de las marionetas y Ovni, con cuyos cazas había cierta concomitancia, Ya por entonces me di cuenta de que las interesantes premisas de cada capítulo se quedaban en agua de borrajas hacia la mitad, para estrellarse catastróficamente en la conclusión. Ya por entonces yo era muy mío.
Hubo otras series: El hombre invisible, o como usar un reloj Seiko para ir descontando los minutos que tenías antes de que te viera todo el mundo (la invisibilidad tiene más chicha si la usas para el mal, pero el prota era bueno). El hombre de los seis millones de dólares y su versión paritaria, La mujer biónica, o como hacer superhéroes algo casposos sin un duro. O la parodia algo simple del tema, El gran superhéroe americano. Unos años antes, la francesa El hombre sin rostro, nos trajo el pulp despendolado con templarios y extraterrestres, una serie que empezamos viendo con ironía y a la que quedamos totalmente enganchados. Y Los visitantes, la historia de una pareja de extraterrestres espías que se camuflan de humanos y, como humanos, descubren, oh, el amor.
Soportamos la ya mencionada Galáctica, pero no Buck Rogers (lo cual sin duda fue un favor que nos hizo ese programador de televisión que odiaba la ciencia ficción), y durante unas semanas nos reímos a carcajadas con Los siete de Blake, demasiado pobre en presupuesto y tal vez demasiado sofisticada en sus planteamientos (o al menos eso supongo, dado su éxito en su país de origen). Más verdaderas fueron las risas de Quark, la escoba espacial.
Pero el gran éxito de los años ochenta fue, sin duda, V. Con su leve denuncia algo tardía al nazismo, en aquellos tiempos en los que el comunismo estaba a punto de pasar a mejor vida, V fue capaz de sortear las muchas lagunas creativas de su historia (las máscaras de látex de los lagartos, por ejemplo), y ofrecer un producto interesante que mantuvo a todos los españoles enganchados a la tele como si de la final de un campeonato de fútbol se tratara. Diana se convirtió en un icono de la maldad sexy (“Dragon Lady” descubrí que la llamaba Donovan en versión original), pero a los lectores de cómics el personaje que nos molaba era Ham Tyler, que era una versión sin garras de Lobezno.
V se emitió en capítulos larguísimos, ya que era una miniserie de cinco episodios, y aunque el final decepcionara un poco (pero los enteraos de la cosa comprendimos que era una alusión al final de La guerra de los mundos), las idas y venidas de las naves espaciales, la inteligente mezcla de Resistencia, Robin Hood, chicas monas (Julie y, luego, las ayudantas de Diana, especialmente, ay, Sybil Danning como Mater dominatrix) la convirtieron en una serie de culto desde su primer capítulo: se publicaron novelas, se publicaron cómics (en DC), incluso muñecos. La serie regular que resultó de aquello no tenía ni pies ni cabeza, se empestilló en repetir los errores de concepto (aquel lagarto bueno, aquella niña de las estrellas), y justo cuando admitió por fin su naturaleza de serie zeta despendolada, le dieron el cierre. Es curioso que la nueva versión que ahora se emite pierda todo aquel espíritu de denuncia (parece más bien que el enemigo sea Obama y no el nazismo), y repita los mismos esquemas-trampa.
Fue quizás, hasta la llegada de Perdidos muchos años después, la gran serie de ciencia ficción de la historia. La escena en que reciben a los extraterrestres al son de la fanfarria de La guerra de las galaxias fue un momento mágico e impagable.
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Categorías: Ciencia ficcion y fantasia