El terror acechaba a la vuelta de la esquina. En algún momento, tras el descubrimiento de La noche de Walpurgis y las aperturas que significaba, a otros mundos, a otra forma de concebir el erotismo y el miedo, me convertí en apasionado seguidor de las películas de susto, sin saber que lo que veía eran versiones descafeinadas o dobles versiones hechas en España con capital extranjero y donde las chicas que, más o menos desinhibidas correteaban por los páramos en desabillé lo hacían en pelota picada más allá de los Pirineos.
Zombis en supermercados, templarios cadavéricos que volvían a la vida a ritmo de gregoriano pop, posesiones diabólicas (pero nunca he visto El Exorcista: me da miedo), niños hijos de la Bestia que tenían a por padre a Gregory Peck y un número repetido debajo del pelo, inquilinos quiméricos que nos quitaron el sueño muchas noches, bocas del infierno donde se confundían el bien y el mal gracias al juego de los colores blanco y negro, y aquel vampiro guapo que fue Frank Langella bailando el tango de "Aparecida" al son de la música gloriosa de John Williams.
Por el otoño de 1977 descubrí a Stephen King, y me enamoré del estilo de paréntesis como expresión del pensamiento que empleaba en Carrie e Insólito esplendor. Era un terror moderno, contemporáneo, asequible, donde la personalidad de los protagonistas (Jack, Halloran, Gwendy, la propia Carrie) y su reflejo entre poético y naturalista de la sociedad me resultaron tan atractivos que creo que todavía arrastro su influencia.
Más o menos por entonces, quizás gracias a Nueva Dimensión, descubrí (en el momento en que había hacerlo, no creo que me hubiera atraído ahora), a H.P. Lovecraft y Los mitos de Cthulhu, donde venían a salir los monstruos de Conan pero con una sensación de desesperanza y de culpa atávica que se contradecía bastante con las ansias de libertad que buscábamos todos. Durante meses devoré a Lovecraft, e incluso fui de los pocos que pudo hacerse con la versión en historieta, de importación de Argentina, que ilustró Breccia.
Me dio por pensar entonces que tanto Lovecraft como King escribían sus pesadillas en el mundo en el que vivían: Providence, Maine. Y que estaría bien escribir terror en España donde los personajes no se llamaran Smith o Jones y no se perdieran en la Ruta 66, sino en Despeñaperros o La Mancha. Es decir, influido por los dos autores, empecé a darle vueltas a contar una historia de los mitos que se desarrollara en Cádiz. Tardaría más de treinta años en escribir La ciudad enmascarada, y aunque casi toda la estructura y la trama se conserva, al final lo que saltó por la borda fue precisamente la conexión con Lovecraft.
No guardo papeles viejos, ni apunto siquiera las ideas que se me ocurren, con la creencia (quizá falsa) de que si no sobrevive a la criba de la memoria es que no merece la pena. Pero hace un par de semanas encontré en los cajones de la casa de mis padres unos cuantos poemas, los apuntes de la carrera, y el primer borrador de La ciudad enmascarada, unas veinte o treinta páginas escritas a máquina y por ambas caras.
Este ejercicio de espeleología de mí mismo se debe tal vez a ese momento de descubrimiento de cómo fui, que no tiene por qué coincidir exactamente con cómo creía que era. La historia que está escrita en esos folios ya amarillos (y es posible que se me vaya algún spoiler si no han leído ustedes -todavía- la novela) es la misma, y las escenas que se cuentan (desde el principio en la Alameda hasta la muerte del mendigo) son las mismas.
Pero el estilo es distinto. El escritor que escribió aquellas páginas no es ya el mismo. Hay concomitancias, situaciones curiosas: la novela está escrita, ya por entonces, a dos voces: la voz en primera persona del protagonista (que aquí se llama, curiosamente, "Rafael", sin apellido) y la voz en tercera persona que nos cuenta la muerte del mendigo. Todo es más directo, y en cierta medida, mucho más falso. No sé si se habla del carnaval que viene, pero sí de la soledad del protagonista (que entonces, claro, no tenía aún ningún problema de salud). Ya aparece, casi tal cual, Mario Otálora, pero no hay sensación de suspense: la primera vez que Rafael sueña, lo hace escuchando el cántico impronunciable, y ese cántico desvela las cartas de lo que quise contar entonces y no me me dio la gana contar más tarde: Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh wgah'nagl etcétera.
La novela usa los paréntesis de pensamiento de Stephen King, sin la gracia del maestro, naturalmente. Un recurso muy difícil que el propio King abandonaría pronto. El estilo es directo y sencillo, demasiado directo y demasiado sencillo: no tiene chicha. Los diálogos son tópicos, las descripciones también.
Y sin embargo la historia tiene un momento de epifanía donde el estilo cambia rotundamente, a mejor. Tan a mejor que quizá por eso abandoné la novela justo cuando cambia la forma de contarla: la primera persona se convierte en tercera persona en la escena en que el mendigo se tira al agua, y entonces aparece, quizá por primera vez en mi carrera, ese estilo que es consciente de sí mismo por encima de la historia que cuenta: un estilo lleno de sonidos y de frases complejas que se debe, claro, a las otras lecturas que me acompañaban entonces. En ese momento de mi producción, justo cuando comprendí que tenía que ser una cosa o la otra, se me mezcló Stephen King con Vargas Llosa.
Y me quedé tan acojonado que tuve que dar, de nuevo, carpetazo a la novela y ponerla en stand-by.
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Categorías: Ciencia ficcion y fantasia