Un día me llegó una carta a casa, con el remite de Ediciones Dronte. O sea, la editorial de Nueva Dimensión. Una nota breve, firmada por Augusto Uribe (mismamente, Agustín Jaureguízar, a quien conocería y apreciaría mucho años más tarde). Venía a decirme que ND no publicaba relatos de autores españoles, como ya sabía. Pero había un no se qué de retintín gallego en aquel escrito que terminaba con un consejo: "¿Por qué no mandas esos relatos a la Hispacón?".
Mandé aquellos relatos a la Hispacón. Total, no tenía nada que perder. En el mejor de los casos, sería un premio (aunque no llevaba dotación económica). En el peor... bueno, se habría intentado. Para mi sorpresa, mucho más tarde, me enteré que ambos relatos habían sido finalistas (ignoro cuántos relatos más se presentaron), y que uno de ellos, "Habrá un día en que todos...", era el segundo premio. No sé si pregunté quién había sido el primero. El premio, lo recibí mucho más tarde, fue una copa de alpaca que está pillando óxido en algún rincón de la casa de mis padres.
La sorpresa, muchos días más tarde, me la dio mi madre, en cuanto llegué a casa, después de dar mis clases de prácticas. Al parecer, el tercer premio también era de Cádiz, qué casualidad. ¿Alguien que yo conociera? ¿Otro aficionado en la sombra a la ciencia ficción? ¿Otro infiltrado oculto? Mi madre, que siempre fue muy buena fisionomista y tenía una memoria impecable me lo identificó: el de la confitería Orcha donde el domingo pasado mismo había comprado los pasteles de manzana que tanto nos gustaban en casa.
Quedó aquel desconocido en pasarse por casa por la tarde, cuando yo terminara las clases. Y allí lo esperé, acompañado por Manolo Rincón, que hacía las prácticas conmigo (y cuyo nombre y apellidos, convenientemente deformados por aquello de la sonoridad, aproveché para uno de los personajes de lo que luego sería La leyenda del Navegante y que ya había empezado -para posponerla- por entonces).
Llamaron al timbre a la hora prevista: puntual como un reloj suizo. Y, antes de abrir, eché un vistazo por la mirilla. Es curioso que la imagen que tengo siempre que pienso en él sea esa, la carita redonda y la frente algo más que despejada deformada un tanto por el escope de la mirilla. El tercer premio entró en mi casa, se presentó. Venía fumando, porque entonces no era políticamente incorrecto y porque fumaba, y sigue fumando, como un carretero (ahora algo menos). Se llamaba Ángel Torres Quesada.
Con esa voz algo cavernosa que tenía y tiene, sin dejar de fumar, mientras charlábamos de las tonterías que uno charla cuando tiene delante a un desconocido con el que no sabe qué le une (y descubrimos pronto que nos unían muchas cosas), aquel hombre entrado en la cuarentena (yo tenía, recuerden, diecinueve años si acaso), me hizo una pregunta a bocajarro: "¿Tú has leído en Nueva Dimensión un artículo de Carlos Sainz Cidoncha sobre la saga galáctica de A. Thorkent?".
Y yo, que siempre he sido muy listo y sé sumar dos y dos lo miré de hito en hito, y en menos de un segundo le repliqué: "¿Tú eres A. Thorkent?".
Ángel asintió. Él era. Un autor de novelas de a duro, en mi casa. Un autor del que yo había leído un montón de novelas, en tiempos, e incluso había copiado el principio de una de ellas ("La amenaza del infinito", la primera que publicó en Bruguera) en mis años de iniciación adolescente. El hombre que servía cafés y pasteles en Orcha durante el día y se pasaba las tardes y las noches escribiendo aventuras de ciencia ficción. Con seudónimo impuesto. Ignorado por sus paisanos. Un alter ego en toda regla.
Muchas veces me he preguntado cómo se sentía Ángel en esta ciudad tan pequeña, tan estrecha, tan antigua, tan pequeño burguesa y aburrida, llevando dentro un soñador de casta. Y qué sintió cuando encontró, de pronto, no a un jovencito que tenía sus mismos sueños, pero con veinte años de desfase, sino a toda una caterva de jovencitos que leíamos con fruición novelas y cómics y representábamos la nueva ola, el signo de los tiempos.
Los relatos ganadores de aquella Hispacón fueron publicados en el número 119 de Nueva Dimensión, a finales de 1980. Fue mi primer relato publicado en serio. Marcó el principio de una amistad de muchos años con Angel Torres, pero no el principio de mi "carrera", porque ninguno de los dos relatos llamó la atención entonces. De todas formas, es mi primer relato publicado, y le tengo ese cariño especial que le sigue teniendo uno a la primera novia. No recuerdo cuántas veces leí y releí aquel Nueva Dimensión. Pero sí sé que no estaba dispuesto a pararme ahí.
Ya estaba escribiendo otra cosa, más larga, más importante, más original: Nunca digas buenas noches a un extraño. Y junto con mis amigos de la aventura de Jaramago, y con Angel, encontramos a otros aficionados a la ciencia ficción que no se avergonzaban de leer historias de naves espaciales y marcianos.
Fue la época de Parsec.
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Categorías: Ciencia ficcion y fantasia