La explosión de la ciencia ficción en la historieta la iniciaron los Humanoides Asociados antes de La guerra de las galaxias, pero gracias al éxito de la película se extendió al resto del mundo. De momento, a mediados del año 77, gran parte del material humanoide se presentaría en España dentro de la revista Totem y, poco después, troceado y repartido en sus series hermanas, Blue Jeans y Bumerang.
Los Humanoides Asociados, ya lo saben ustedes, fueron los chicos Image de principios de los años setenta, los que quisieron ser autogestionarios de su trabajo, los que plantearon una revolución estética y hasta ideológica y que cometieron el grandísimo error de equiparar al editor (o sea, al amo), con el guionista (o sea, la mitad indispensable de todo tebeo), quizás porque los dos grandes guionistas del momento (y de cualquier momento), Goscinny y Charlier habían ocupado ese cargo en Dargaud.
Los Humanoides ofrecieron, sobre todo, estética. Mètal Hurlant en Francia era una revista dedicada en exclusiva a la ciencia ficción y la fantasía (aunque luego cedieron y llegaron a publicar "Nariz Rota" en sus páginas), y en ella se ofrecían historias más o menos bien dibujadas que tenían su entorno en mundos cibernéticos o puramente fantásticos. Internarse en las páginas del Arzach de Moebius, por mucho que se malgastara aquel talento sobrenatural en tonterías sin pies ni cabeza, era una experiencia única. Pero Moebius no era el único grande que nos mantenía pegados a los mundos que sobrevolaba aquel pájaro sin plumas. Estaba Druillet, que era el más cienciaficcionero de todos ellos. Estaba Caza, que dibujaba mujeres rotundas y esferas entre la carne y el metal que comunicaban una desasosegante sensualidad. Y al otro lado, o saltando de un lado a otro en el mundo editorial, estaban Enki Bilal y Mezières con su Valèrian. Nunca comprendí la filosofía Humanoide, en tanto siempre he pensado que un tebeo (cualquier historia, en realidad) debe intentar contar una trama, no basarse únicamente en la estética por la estética. Que el talento de Moebius hiciera por igual historietas gilipollescas de tres páginas al mismo nivel gráfico que The Long Tomorrow me parecía ya entonces, como me parece ahora, incomprensible.
El extranjero invitado de los Humanoides era Richard Corben, el maestro americano que ya conocíamos por sus historias de terror en los tebeos de miedo de Warren. Y a Warren volvió y de la revista que Warren sacó a rebufo de la moda imperante nos llegó su versión española, 1984, la entrada a lo grande de José Toutain en el mundo editor, después de haber llevado la agencia Selecciones Ilustradas y haber publicado con éxito la colección de venta por correo "Cuando el comic es arte". 1984 supuso, por fin, una revista de ciencia ficción en el mercado español, al principio muy pegada a su filial americana, con abundantes historias de pocas páginas y sorpresa final (o sea, los tebeos de miedo pero en un entorno galáctico), con Corben como enseña. Pero poco a poco se fue independizando, separando, dejando atrás a su modelo yanqui. José María Beá y sus Historias de Taberna Galáctica, Carlos Giménez con Érase una vez el futuro, y Alfonso Font con sus Cuentos de un futuro imperfecto o El prisionero de las estrellas (ésta para Cimoc, que era la competencia y basaba su marketing en aquellas espantosas historias de El Mercenario de Segrelles) marcan el inicio de la gran época del tebeo español de la Transición, no sólo en el campo de la fantasía y la ciencia ficción.
Por aquellos tiempos recuperamos Hagarth de Victor de la Fuente, conocimos una fantasía heroica diferente (y sobresaliente) con Thorgal, nos asomamos a los mundos oníricos de Valentina, viajamos en la historia con Mort Cinder, y en general nos pusimos al día en todos los grandes tebeos que nos había prohibido la censura o el paupérrimo estado del mundo editorial español. Demasiados autores, demasiados títulos para hacer un recuento uno a uno, pero sí recuerdo, en general, la decepción de ver tan grandes dibujantes contando historias tan manidas: fui comprador puntual de todas las revistas del momento (y eran muchas), y pocas son las historias que me quedan en la memoria sentimental.
El mundo del comic-book desapareció brevemente de nuestras vidas. Bruguera se hizo con las riendas de los tebeos Marvel, pero la edición que hizo de Spiderman me llevó a no buscarlo en los kioscos como había ido buscando, cada lunes por la noche, las aventuras de los héroes de la película de George Lucas y, después, de aquella porquería que hizo un poco inspirado y decadente Jack Kirby al adaptar unas imposibles continuaciones de 2001. Lo que quedaba de Marvel, que era bien poco, se centraba en dos grandes títulos que exploraban y ampliaban el sustrato de ciencia ficción que los superhéroes siempre habían ocultado: La Patrulla X, primero de Claremont y Cockrum y luego de Claremont y Byrne, no tuvo empacho en mezclar Star Wars y Star Trek y presentar al Imperio Shi'ar y los Starjammers y toda la parafernalia galáctica (incluyendo un guiño a aquella histórica aventura de Starlord que leímos en Relatos Salvajes y que Carlos Pacheco y yo recogeríamos muchos años más tarde), y Los Micronautas, un Michael Golden en estado de gracia con unos guiones del grandísimo y llorado Bill Mantlo, o cómo hacer tebeos de extraordinaria calidad a partir de unos juguetes y desarrollar unos personajes que, en nuestro mundo, tenían el tamaño de esos juguetes.
Los años ochenta se presentaban prometedores. Tanto, que yo soñaba con pertenecer a todo aquello, con escribir mis historias y mis guiones, con dar un salto sin red hacia un mundo que no estaba dispuesto a tenderme una mano, porque yo no era nadie y no me tenía en cuenta.
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Categorías: Ciencia ficcion y fantasia