El gran temor del escritor, o al menos uno de mis grandes temores como escritor, es repetirse. ¿Cómo escribir a estas alturas, otra vez, de otra manera, todo lo vivido, todo lo experimentado, todo lo establecido y transcurrido desde aquel lejano diciembre de 1977 y no hacerlo con las mismas palabras, casi calcadas las unas de las otras, rememorando o reinventando la vivencia como si hubiera sido ayer mismo, o hace apenas un rato?
Las generaciones posteriores quizá no comprendan, ni sepan, ni les interese comprender ni saber el enorme revulsivo que supuso la aparición de La guerra de las galaxias en nuestras vidas. Cómo surgió de la nada, sin que lo esperara nadie, para alterar para siempre el cine, los cómics, la ciencia ficción, la música, y marcar para el futuro nuestra misma percepción de lo que nos gustaba, lo que soñábamos con hacer algún día. Hemos visto luego blockbusters y modas fugaces, manías y picadas, grandes éxitos editoriales, tebeos que creaban legiones de admiradores, pero nada, nada puede compararse al estreno y a lo que supuso el estreno, a la primera gran oleada que nos llevó en volandas al final de la década y nos puso en brazos, ya en 1980, de la continuación tan esperada, de la trilogía más tarde, una pasión que nos entretuvo durante dos décadas.
De aquel artículo algo despistado de Luis Vigil en ND pasamos, en septiembre, a ver en directo en el festival de San Sebastián alguna escena de la película, ya que se presentó allí, fuera de concurso. Alfonso Eduardo Pérez Orozco, que llevaba en la segunda cadena aquella añorada Revista de Cine, hizo una glosa apasionada, con su verbo cantarín de locutor entrenado en la radio, y contó por encima algo, una semblanza de Luke Skywalker que, lo reconozco, no me gustó: un granjero espacial, así lo definió, y como reconocí a Mark Hamill de aquella serie que brevemente había interpretado en la tele con Jack Elam, Cosas de chicos, me temí lo peor. Alfonso Eduardo presentó también, allí mismo, a 3PO, equiparándolo con María de Metrópolis, y a R2D2, llamándolo "Arturito", cosa que me escamó todavía más. Sin duda había visto la película en versión original y no contaba con que al traducirlo se perdiera la sonora gracia de los nombres de los androides.
La película llegó a Cádiz en diciembre, el viernes antes de las vacaciones de navidad, pero ya se sabía a esas alturas que había sido un éxito sin precedentes en la historia. En el mismo programa Revista de Cine llegamos a ver la primera escena. Con los refrescos (Coca Cola o Pepsi) regalaban pósters de los personajes. Marvel sacó una adaptación al cómic que se revistió de muchas ediciones y que aquí publicó Bruguera. De aquella manera, como publicaba Bruguera todas sus cosas, birlándole a Vértice los derechos, aunque Vértice, en su santa inopia, seguía anunciando en sus páginas la publicación de "Guerras Estelares", imagino que sin saber siquiera lo que era, un título que repescaría unos tres o cuatro años más tarde, ya reconvertida en Surco, posiblemente por problemas de derechos.
Cuando se estrenó la película, ya digo, o al menos cuando yo la vi en el Teatro Andalucía (dos veces seguidas), ya había leído los dos primeros comic-books. Es difícil, insisto, pensar que hubo una época en que no había colas rodeando los cines, que la gente hablaba de "La Guerra" como si fuera algo propio y privado (pero a la vez común). Nos marcó la música (Meco sonaba a todas horas), y quizá fuera la primera banda sonora original que llegó a superventas.
Los tebeos se llenaron de batallas espaciales, algunos a la estela de la película (La Patrulla X nunca habría sido lo mismo sin Star Wars), otros repescando viejas fórmulas (Los luchadores del espacio, por ejemplo), algunos jugando con alterar el título para hacer que pareciera parte de la saga. La novelización se vendió en bolsillo y en rústica. Se anunció por televisión El ojo de la mente. El País llegó a publicar en su suplemento dominical las dominicales de Russ Manning (pero se olvidó de las tiras diarias). Y hasta las revistas de ciencia ficción seria, los fanzines, tuvieron que rendirse a la moda.
La guerra de las galaxias, que me pilló en mi año de aprendiz de poeta, gustaba también a mis otros amigos aprendices de poeta. Nos retrotraía a los tebeos y a las novelas de a duro, al cine de capa y espada y a la música de Stravinsky. Era como 2001 para la generación que no pudo ver en su día 2001, pero fue muchísimo más allá de lo que había llegado, por su eclecticismo, 2001.
No sé cómo ni cuánto me marcó como escritor. Imagino que poco. O que logré superarlo (mi año de aprendiz de poeta, ya les digo). Pero se notaba su impronta en casi todo lo que uno veía o leía. Y nos mostró que no había que avergonzarse de las historias del espacio, de la cultura de los tebeos, del sincretismo narrativo de la épica galáctica.
Y todo sin que tuviéramos que disfrazarnos más que en carnaval, lo que hace que tuviera mucho más mérito, comparado con lo que vino luego. La primera película que vimos muchas veces, el juguete con el que pudimos jugar luego toda la vida.
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Categorías: Ciencia ficcion y fantasia