El cine de ciencia ficción del segundo tercio de los años setenta seguía siendo una cosa marginal, pero jugosa. No sé si se barruntaba el cambio espectacular que nos esperaba a la vuelta de la esquina, en tanto las producciones todavía no eran lo que fueron luego, pero sí contaban con actores de primera que, lo mismo en horas bajas, competían por hacerse un hueco. El caso de Charlton Heston es el más notable, y durante un tiempo lo asociamos siempre a la ciencia ficción, tanto por su trabajo en las dos primeras películas de los simios como por El último hombre... vivo (que vi en la tele años después), o la ya mencionada Soylent Green (una peli que vino a demostrarme, antes de que yo lo sospechara siquiera, mi vena jacobina, porque cónchiles, si no había para darle de comer a la gente, bienvenidas fueran las pastillitas verdes, estuvieran hechas con lo que estuvieran hechas).
Hubo otro gran actor que hizo sus pinitos en el mundo de la ciencia ficción (y que está, en el fondo, en el físico de Charles Xavier). Yul Brynner, que no tuvo ningún empacho en ser una especie de precursor de Arnold Schwarzennegger en tres películas: Nueva York, 2012. El último guerrero, donde compartía cartel con otro nombre que luego se haría indispensable en las películas del género, Max von Sydow, y sobre todo Almas de Metal y su secuela, Mundo Futuro.
No sé si han visto ustedes esas pelis. La primera no la recuerda apenas nadie (ni yo, sólo tengo un recuerdo muy leve de Brynner plantado de pie delante de una ciudad fortaleza esperando durante días y días a que le abrieran las puertas). Pero las otras dos, en especial la primera, nos hicieron una pequeña radiografía del futuro y los parques temáticos y los deportes molones de bolas de colores que vendrían luego. Michael Crichton, que fue un visionario. La película mostraba una Disneylandia del oeste donde Richard Benjamin y James Brolin iban a pasar un finde como sus herederos hoy se van a Las Vegas de parranda (quedaba la duda de si cohabitaban o no con las chicas del saloon, que eran robots, naturalmente), hasta que algo se estropea, el robot del pistolero calvo se desmelena aunque no tuviera ni un pelo de tonto (Brynner venía de la saga de Los siete magníficos) y se dedicaba en plan Juggernaut a perseguir al prota (y el prota era el tontito de los dos, no el guapo) durante minutos y minutos de película. Lo hizo luego otra vez, Crichton, pero con dinosaurios.
Una película entretenida, ya digo, que además se parecía a un cuento clásico de Angel Torres Quesada, "Centro de violencia controlada" (yo todavía no conocía a Angel ni al relato), y que nos hizo dudar ya de la tecnología que íbamos a abrazar sin reparos en cuanto tuviéramos un pecé delante de las narices. Una película de ideas, con poco presupuesto, interesante.
Brolin hizo también luego Capricornio Uno, una peli que ponía en solfa el proyecto Apolo. Pero la gran peli de denuncia de aquellos tiempos fue Rollerball, donde James Caan nos demostraba que el deporte y la manipulación van de la mano, y hasta se enfrentaban contra el Madrid (para que luego digan que la ciencia ficción no es predictiva, oigan).
También había sitio para la poesía, y Douglas Trumbull nos hizo enamorarnos de dos robots precursores de otros robots más populares con una película de tema ecológico (y muy poca idea de ciencia, cierto), que la productora de turno bautizó como Naves misteriosas cuando el titulo original era Silent Running.
Eran pelis que solían terminar mal, o que no ocultaban el pesimismo y la advertencia que eran características de la ciencia ficción de nuestra juventud.
Y entonces llegó La Guerra de las Galaxias y pondría el futuro patas arriba.
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