Se preguntarán ustedes a estas alturas del relato si mi incipiente afición hacia la ciencia ficción y la fantasía heroica sólo se nutría de tebeos, series de televisión y películas, dados los derroteros a los que me dedicaría luego.
El Círculo de Lectores, al que se apuntó mi madre allá por el final de los años sesenta (y sin consultar siquiera al pater familiae, que ya era mérito), me nutrió desde muy joven de libros de verdad. O sea, de libros que no eran las Historias Selección con las novelas del siglo diecinueve troqueladas y adaptadas a la mentalidad y el vocabulario juvenil (hoy agradezco infinito, no crean, que en mi juventud no existiera la literatura juvenil per se), y cuando Círculo llegó a nuestra vida ya pude echarle el ojo y las horas de ocio a Karl May, a Louise Mary Alcott, a Mark Twain y a Walter Scott. En la colección de Círculo conoci y me entusiasmé con Tarzán de los Monos, aunque me fastidió un tanto que la novela quedara con aquel final y tuviera una continuación que no pude conocer hasta mediados los años noventa, cuando comprendí que en el fondo no me había perdido nada de otro jueves. La novela de Tarzán era y es enormemente divertida, un rito de paso maravilloso y salvaje, y uno de los momentos de descubrimiento, en aquella época, fue hacerme con los tomitos blancos que editó Novaro, donde ya Tarzán era el Tarzán que no se veía en las películas, sino el Tarzán al que África se la había quedado pequeña: el Tarzán del León de Oro y Opar y los Hombres Hormiga y la reina La.
En Círculo, un día, fuera del ambiente juvenil que ya había empezado a cansarme, se anunció una novela de ciencia ficción de verdad: Cita con Rama, de Arthur C. Clarke. Por aquel entonces ya había leído (y no había entendido nada) La amenaza de Andrómeda de Michael Crichton, impulsado por la película: me gustó más la peli que aquel libro, detalle que me ha sucedido casi siempre luego con todo aquello que veo primero antes de leer, y con lo que leo primero antes de verlo. Efecto de primacía sobre efecto de retención, supongo.
Con ciero resquemor me acerqué a Cita con Rama. Y aunque me costó mucho leer y entender aquel libro, porque visualizar la geometría del planetoide y los cambiantes conceptos de arriba y abajo acabaron por ponerme la cabeza como un bombo, puedo considerar que aquella fue mi primera toma de contacto con la ciencia ficción de verdad, la adulta, la seria. Tres meses más tarde, Los propios dioses de Isaac Asimov me confirmó que no todo eran héroes rubios e imperios galácticos de dictadores orientales. Más divertida y con un ramalazo anarquista que luego todo el mundo olvida al juzgar a su autor, La luna es una cruel amante, de Robert A. Heinlein. La nave de los tiempos, la cuarta novela de la colección, no estaba a la altura, pero Qué difícil es ser Dios, pese a su hermoso título, no la entendía ni su padre. Creo que ya no hubo más libros, si exceptuamos algo más tarde la novela La fuga de Logan, que era mala de solemnidad, pero traía fotos de la película y tenía una larga dedicatoria que era mejor que todo el libro.
Durante el año 75 tuve la típica crisis adolescente. Yo quería ser periodista. Yo quería ser escritor. No sabía qué demonios hacía yo estudiando el cou de ciencias biológicas (física, química, biología), cuando lo que me gustaba era la literatura universal y la historia del arte. Perdido en las ecuaciones, las derivadas y las integrales, los planos y las leyes de la óptica, me pasaba las tardes en casa hablando de tonterías por teléfono con mi amigo Miguel (que no tenía problemas con las asignaturas d ciencias) y, sobre todo, leyendo a raudales novelas de ciencia ficción de a duro, las de la colección La conquista del espacio de Bruguera.
Fue una especie de sarampión. Leía todas las novelas que se ponían a mi alcance, las compraba de saldo, las cambiaba. Me sorprendía la sencillez de sus propuestas, lo atrevido de algún momento de erotismo light, la amplia gama de subgéneros que podía encontrar. Aprendí a diferenciar los autores que más me gustaban (o sea, a quedarme con Clark Carrados y con A. Thorkent), pero poco a poco, saturado, me di cuenta de lo limitado del formato, de lo repetitivo de las tramas, de lo constreñido de las temáticas. En algún momento de aquel año, quizás ya iniciado 1976, comprendí que aquellas novelitas no tenían la música que yo iba buscando para aprender a componer sinfonías propias.
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Categorías: Ciencia ficcion y fantasia