Hacer a estas alturas, otra vez, una glosa de lo que supuso la irrupción de las novelitas Vértice en nuestra vida sería redundante: cómo explicar de nuevo que aquello debió ser, en los primeros años setenta, casi tan fuerte o más que la fiebre manga que nos pillaría ya algo mayores y en ocasiones con el pie cambiado.
En aquel formato extraño ya habíamos venido leyendo series de claro sabor a ciencia ficción, los personajes ingleses de la Fleetway: Zarpa de acero, que era a la vez terror y remitía a películas (Los cuclillos de Midwich) que todavía no habíamos visto; Spider, que era malo en unos tomitos y era bueno en otros y no sabíamos aún que tenía los rasgos de Sean Connery, a cuyos gadgets cinematográficos debía tanto; Kelly Ojo Mágico, o el chicarrón de pelo rubio que las pasaba canutas porque siempre, y mira que era tonto, perdía el diamante aquel cuando se le rompía la cadena y entonces ya no era invencible (Juanmi Aguilera dice siempre que por qué no se tragaba el diamante, y verdad no le falta); Mytex el poderoso, que era un robot con pinta de King Kong, que ya son ganas. Y algún que otro personaje que ahora no recuerdo (Los hermanos Wild), y que tal vez no pertenecían a la escudería inglesa (Micros). Eran tebeos raros, ya digo, el nonsense inglés mezclado con la fantasía desaforada, el misterio y lo tecnológico: la misma amalgama que parte quizá de Lewis Carroll y desemboca en 2000 A.D. pasando por el tamiz del Doctor Who.
Todo aquello no llamó demasiado la atención del público general, barrido en seguida por la llegada del superhéroe marveliano, tan poderoso y a la vez tan cercano. Los superhéroes, hasta entonces, eran aquellos personajes de los tebeos de Novaro, con su rotulación mecánica y su traducción ridícula (nunca, nunca he podido luego disfrutar del universo DC, porque recuerdo los "epa", "pillo", y "sí" que sustituían -o tal vez no- los diálogos originales). O sea, Superman, Batman y Flash, y a veces La Liga de la Justicia y, al final, Kamandi. Quizá el cambio de tamaño (de la colección Aguila a la colección Colibrí, y tiro de memoria once more), y lo imposible de seguir cualquier serie, ya que los tebeos eran importados y llegaban de higos a brevas, les jugó a la contra.
Las novelitas Vértice, en blanco y negro, con viñetas remontadas y aquellas portadas que podían ser espectaculares y horrendas al mismo tiempo, calaron hondo en la chavalería del momento. Durante unos meses el empollón de turno y el pinta de la clase se supieron miembros de la misma generación. Todos queríamos ser Spiderman, o Dan "el" Defensor, o La Antorcha Humana. Eran, en su potenciación del melodrama, lo he dicho mucho, yo, tebeos de niñas para niños. Y aunque eran caros (pero no tanto como los fascículos de Buru Lan aunque tuvieran el mismo precio), ofrecían mucho tiempo de lectura, y se intercambiaban como antes habíamos intercambiado canicas y cromos, y por tres duros, en los baratillos del Piojito o de la Plaza, podíamos repescar los tebeos atrasados, marcados en el lomo de azul o de verde: la continuidad entonces no era un problema, porque los tebeos estaban naciendo, y porque los huecos de las historias que jamás completamos los rellenábamos con esa cosa tan maravillosa, la imaginación.
A pesar de la tecnología abundante, a pesar de los extraterrestres que asomaban en sus páginas, a pesar de algún mundo paralelo o algún viaje en el tiempo, ni entonces ni ahora podíamos decir que los tebeos Marvel fueran estrictamente ciencia ficción. Eran novelitas de superhéroes. Eran los tebeos de nuestro tiempo. Héroes de pies de barro, novias eternas que a veces palmaban y todo, grupos de gente que en teoría eran buenos todos y que se liaban a hostias entre sí cada vez que se cruzaban.
Y entonces llegó Galactus y al adolescente que yo era se le cayeron los palos del sombrajo. Siendo seguidor de Spiderman, prefiriendo como preferíamos todos Los Vengadores, aquellos tres números históricos (hoy nos referimos a ellos siempre en la numeración americana) pusieron patas arriba los conceptos que yo pudiera tener establecidos sobre la aventura y la metafísica, sobre el bien y sobre el mal, sobre el pecado y la redención. He analizado luego muchas veces aquel tebeo, aquellos tebeos, desde un montón de perspectivas: Galactus como Dios castigador, Galactus como ente abstracto, Galactus como Demonio cósmico, como la sublimación del Yavé bíblico, como el arcángel definitivo del juicio final. Y el Vigilante, casi, casi, como un Buda o un Ghandi o un cura incapaz de hacer razonar y detener a lo que era una fuerza cósmica despendolada.
Unas viñetas de ese tebeo se me clavarían profundamente en el recuerdo, y lamento no poder reproducirla para ilustrar esta entrada: la Tierra consumida tras el paso del Devorador de Mundos, los mares resecos, la vida muerta. La viñeta más terrible que habían visto entonces, y quizá desde entonces, mis jóvenes ojos de lector que buscaba evasión y se encontraba, de pronto, con el destino final de todos nosotros.
No es extraño que, cuando empezara a escribir novelitas que jamás pasaron de las veinte o treinta páginas, intentara remedar todo aquello, y que entre el observador de Rigel y Estela Plateada siempre intentara mostrar a un personaje estelar que surcara en alguna especie de vehículo (¿pero cómo hacer para que no fuera una tabla de surf?) los caminos del espacio que me esperaban.
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Categorías: Ciencia ficcion y fantasia