Va de batallita nostálgica, o tal que así. Trato por encima el tema en El niño de Samarcanda, a la espera de volver a tratarlo, quizás, en otro libro futuro de memorias que sean más propias y personales. Pero me lo preguntaban ayer, en una entrevista para la radio, justo desde la óptica contraria: por qué me da por escribir cosas normales cuando vengo del mundo de lo fantástico y la ciencia ficción. Y ya que estamos hablando más abajo de series de televisión, uno vuelve la vista atrás y hace recuento.
Uno es lo que es, y es lo que es por lo que ha sido. Escribes según has leído, quizás incluso escribes para el lector que eres (o esa es la literatura más personal y hermosa que existe, la que no se pliega a gustos y exigencias externas, la que se niega a ser chicle del mismo sabor para todo el mundo). Y eres, además, lo quieras o no, hijo de tu tiempo.
Mi infancia no son recuerdos de ningún patio florido (mi patio era yermo y se anegaba, lo he contado en algún sitio). Son recuerdos de la cultura pop, y dentro de la cultura pop, de cierta esquinita casi a contracorriente. Yo nací, perdonadme, con la tele (esto no es exacto: quien nació con la tele fue mi hermano; o al menos compramos la primera tele cuando él nació, y lo primero que vimos fueron los funerales de John F. Kennedy). La tele era ese universo de caras desconocidas que pronto fueron más familiares que nuestros vecinos. Sobremesas del show de Lucille Ball, de Barco a la vista, de La familia Monster. Y esperar las horas muertas de la tarde (porque la tele desconectaba entonces) a la hora de la merienda. Y, de vez en cuando, disfrutar de alguna serie de televisión por la noche.
Hubo varios momentos importantes de aquella televisión que ya no se recuerdan y que formaron mis gustos futuros como consumidor y como escritor. Los invasores, aquella heredera paranoica de La invasión de los ladrones de cuerpos, que hacía que los niños nos pasáramos la vida buscando meñiques estirados en toda la gente que tuviera aspecto extraño. El túnel del tiempo, o cómo dos guaperas de entonces daban volteretas literales de una época a otra, con un cliffhanger final que jamás se resolvía porque nunca fueron capaces de emitir dos episodios seguidos (¿cómo escaparon del Titanic? ¿Y de la revolución francesa? Demasiado tarde ya para repescar esos episodios en seriesyonkis, me temo). Viaje al fondo del mar, con un submarino, el Seaview, que fue para nosotros más importante que la Enterprise y el Nostromo. No conocimos a James Bond hasta muy tarde (era cine para mayores), pero sí veíamos su versión descafeinada o adaptada a la pantalla: El agente de CIPOL, o su parodia subversiva, El superagente 86, donde tanto abundaban los gadjets y los malos de opereta, el equivalente barato a los supervillanos de los cómics que conoceríamos luego. Los invencibles de Némesis fueron, posiblemente, nuestro primer encuentro con los mutantes.
De las islas británicas nos llegó una serie rara que jamás comprendimos, El prisionero. Y otra que tampoco se entendía muy bien: Los vengadores. Y unos muñecos que se movían despacito-despacito y a veces se les vehían los hilos: Los Thunderbirds, El meteroro submarino, y en especial El Capitán Escarlata (que luego, estoy seguro, se transmutó en Jack Harness). Francia nos asustó con El fantasma del Louvre.
En España los programas infantiles, hechos sin un duro de presupuesto, de vez en cuando nos mostraban a un robot de cartón que se llamaba Robustiano. Pero por las noches, en ocasiones, Chicho Ibáñez Serrador, saqueando todo lo que se le ponía a tiro, nos puso en contacto con los autores de terror y ciencia ficción que vendrían luego en sus Historias para no dormir.
Comentarios (16)
Categorías: Ciencia ficcion y fantasia