Nosotros nacimos –perdonadnos—en un tiempo a mitad de camino entre las caderas de Elvis y el flequillo de los Beatles, cuando la España de Franco debutaba con picadores de garrote vil en Naciones Unidas pero nos sentíamos, indocumentados como éramos pero no por ello felices, más próximos a JFK y su glamour católico, su Marilyn cantándole happy birthday to you a pesar de su Vietnam y de su Bahía de Cochinos, a pesar de nuestro concilio vaticano II y los tecnócratas del Opus gobernando a España mucho antes de que Hollywood santificara a José María Escrivá de Balaguer.
Los niños de Samarcanda tenemos hoy algo así como medio siglo y confiábamos entonces en que cualquier mapamundi nos sacara de las cuatro paredes de aquel país con olor a cerrado y sacristía. Fuimos los primeros en comprobar que los tebeos eran algo más que el cine de los pobres y aunque aprendimos a leer con el Capitán Trueno, supimos soñar con Peter Parker.
Estrenamos los tresillos, los televisores, los chicles, el tocadiscos y las pastillas de leche de burra. Les estoy hablando de una generación que defendió con uñas y dientes el rancho de los Cartwright, que admiraba y temía al mismo tiempo al Pijoaparte de Juan Marsé, que viajaba a la luna con perras soviéticas tan solitarias como el principito. Seguro que todos recordáis qué estabais haciendo cuando alunizaron aquellos tres cosmonautas que parecían hablar como poetas pocos años antes de que declamáramos versos de poetas que parecían navegar por un cosmos extraño llamado utopía.
Crecimos bajo todas las órdenes y todas las consignas: niño, eso no se dice, eso no se toca, antes morir que pecar, por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa, cara al sol con la camisa nueva que tú bordaste en rojo ayer, la, la, la, lá, cada día tiene su afán, vivo cantando jey, vivo soñando, jey, eva maría se fue con su maleta de piel y su bikini de rayas.
Fuimos alegres escolares en un país de analfabetos. Los mismos que censuraban los libros nos ofrecían cada año otros para convertirnos en hombres de provecho quizá a fin de que el sistema pudiera aprovecharse de sus hombres y de sus mujeres. Descubríamos los logaritmos y los alejandrinos, a Santiago Bernabeu y a Johan Cruyff, sucesivamente, mientras nuestras familias embarcaban sus maletas de cartón rumbo a Alemania pero en París las mangueras de la policía combatían a los manifestantes que reclamaban que la imaginación subiera al poder cuando aquí simplemente nuestros mayores querían que del poder se bajasen los que imaginaban mordazas, pesadillas, lutos oficiales, pomporrutas imperiales y otros excesos. Luego, también supimos que la democracia no iba a ser Samarcanda ni iba a abolir para siempre la corrupción y la mala hostia. Sólo que allí estaba Fernando Quiñones para explicarnos a través de Hortensia Romero, alias La Legionaria, que con la dictadura la mierda estaba tapada y con las libertades quedaba al descubierto. Pero era mejor así porque, al menos, sabía donde estaba oliendo mal.
Aquello no fue una generación sin más, fue una epopeya. Demasiado jóvenes para resignarnos a morir de aburrimiento, sin haber inventado el rock and roll, ni el cinemascope, ni las conjuras judeomasónicas y los contubernios. Demasiado viejos para creernos a pies juntillas los cuentos de hadas, los reyes magos y Papá Noel, el toma, nene, te gustará mucho; mira qué bien sabe esta rueda de molino.
Cargábamos con una guerra remota, compaginamos la radio de madera con el paño de cretona y las primeras cadenas estéreos. No hacía falta que nadie nos obligara a llenar los pupitres, pero sabíamos perfectamente cómo escaparnos a la playa a perseguir las pibas, las pavanas y los sueños fugaces. Supimos que Eddie Mercx sabía superar el Alpe d´Huez y cualquier obstáculo que le pusieran por delante. Que a veces la vida era un bolero de Machín y que, en la patria profunda de nuestras intimidades, nos ponía más Raquel Welch que Doris Day, una película de tiros firmada por Sam Peckimpah que un progre con trenka paseando bajo la axila el prestigio de El Viejo Topo.
Fuimos los primeros en dejar la casa de nuestros padres, por la sencilla razón de que allí no se cabía, ni había paga semanal ni televisor de plasma. Los primeros en subirnos a la vespa de nuestros hermanos mayores llevando algo parecido al anagrama de Mercedes Benz pero que no quería decir lujo sino amor libre. Los primeros en fumar marihuana y en enterrar a los amigos asesinados por la flor del opio. Los primeros en amar si ataduras y en desatarnos del matrimonio. Los primeros también, ¿por qué no decirlo?, en domar nuestro propio espíritu de aventura, nuestras ganas ubérrimas de horizontes lejanos, nuestra búsqueda eterna de un Shangri La que no existía porque, en el fondo, nos obligaron a borrarlo del disco duro de nuestros espejimos mejores.
Rafael Marín, ese Tony Curtis bajito y con michelines, ha escrito una novela titulada “El niño de Samarcanda”, en la que pasa revista a ese viejo álbum familiar que nos une a todos aquellos que desconfiamos de Walt Disney pero que creíamos, en nuestro fuero interno, en los finales felices. Su relato, publicado por la heroica editorial Paréntesis, transcurre entre Algeciras y Cádiz. El lo presenta como una supuesta biografía de Juan José Téllez pero no le hagan caso. El niño de Samarcanda es Rafael Marín, que no sólo navega todavía en el galeón Human Rights del Corsario de Hierro, sino que no contento con inventar juglares de la Vía Láctea, niños incas, navegantes legendarios, superhéroes a la española, detectives de pueblo y profesores que persiguen asesinos en el eterno carnaval de nuestras calles, ahora crea un personaje que lleva mi nombre y a veces mi rostro, los rizos de la infancia y la testosterona de mi adolescencia.
Él era el hermano menor de Joan Manuel Serrat, el habitante del barrio de Carlos Giménez, el que prefería La guerra de las Galaxias de Georges Lucas a la Guerra de las Galaxias de Ronald Reagan. El que creía en la libertad como una de esas hermosas heroínas de la Marvel que desconfiaban seriamente del Capitán América. El que tuvo unos padres que fueron muriendo como los del propio protagonista del Niño de Samarcanda. Y tuvo una esperanza que tampoco salió viva de esa larga batalla a la que llamamos historia. Pero al menos le queda su novia de siempre, como un juramento de amor y la certeza de que el mejor guión lo escribimos con sangre y le llamamos ternura.
Rafael Marín, el niño de Samarcanda que terminó viajando a través de las palabras, ha firmado el retrato robot de una redada. Ahí, en las páginas de esta novela tan bien escrita como bien recordada, están todos los que fuimos niños de Samarcanda. Algunos de los nuestros como Juanito Mateos, que terminó siendo cómico de la legua en una televisión balear, Manolo Ruiz Torres, aquel narrador carlista que sólo escribía poemas cuando era desgraciado, Antonio Anasagasti, que siguió escribiendo versos bajo todas las estrellas del ejército y la guitarra libertaria de Leo Hernández, que ahora vende pescado como antes repartía gratuitamente ideología y sonrisas al mejor postor en afecto. Niños y niñas de Samarcanda, como Ana Sánchez, nuestra cómplice, la tez sonrosada de Dori Barrios y la mirada freudiana de Angela Muñoz. Niñas y niños como José Ángel González, que fue satanista y baudelariano hasta que llegó a la mayor cumbre soñada por todos, la de ejercer durante un tiempo como mayorista de lencería femenina. Era el rotring de Miguel Martínez, de Ángel Olivera y de Carlos Forné, la voz madrileña y andalucista de Fernando Santiago, el flequillo de Manolo Chulián, el maoísmo de Joman Ales. Eramos mucho más que los cinco de Enyd Blyton aunque algunos terminaran aburriéndose de buscar a Samarcanda y terminaran arrellanados en un piso confortable o en una estación de cercanías.
Otros llegaron más lejos, cabalgando junto a nosotros como Carlos Pacheco y Oscar Lobato, atesorando ese raro aroma de la aventura como un tesoro fabuloso cuyo mapa entregaríamos a nuestros nietos o a nuestros fantasmas, antes de que nos quiten lo bailao, que al paso que vamos terminarán quitándonoslo.
Rafa y yo, también muchos más y entre ellos algunos de los que ni siquiera he citado, seguimos buscando la ruta de Samarcanda. Pero no se trata de una hazaña sino de una necesidad. Quizá no estamos procurando un sitio remoto sino que estamos desorientados y sin lucero del alba, encerrados en el laberinto de una generación que fue capaz de casi todos los sueños y terminó resignándose a sacrificarlos uno a uno. Quizá no estemos siguiendo la brújula maravillosa de los horizontes perdidos sino que, a duras penas, estamos perdidos y sin horizontes. Aunque también es cierto que tal vez prefiramos perdernos simplemente a encontrarnos, simples, en un lugar que no sea el que deseábamos.
Rafael Marín ha escrito un ovillo de memoria de cuyo hilo podemos servirnos tal vez para saber quienes fuimos antes de que empezaran a salirnos las alas. Pero también es una novela que nos sirve para justo lo contrario, para seguir profundizando en esa larga expedición hacia el centro de nosotros mismos. A lo peor Samarcanda será la tierra en que, espero que sea nunca, nos sorprenda la muerte. Pero a lo mejor, es el confín en donde más temprano que tarde nos sorprenda la vida, allí donde los seres libres vuelvan a pasear por las grandes alamedas.
Juan José Téllez
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Categorías: Literatura