La cultura popular mide como nadie los miedos y las aspiraciones de nuestros tiempos. En épocas de revoluciones, los terrores los ejemplifica la nobleza, rumana y colmilluda a ser posible, que nos trata poco menos que como a ganado que desangrar. En épocas de crisis burguesas, las turbas harapientas y despersonalizadas, o sea, el pobre de pedir en grado extremo capaz de cualquier cosa: el zombi. Súmenle ustedes el miedo al otro, llámese el comunista infiltrado, el barbudo con turbante o la vaina extraterrestre que nos suplanta, y ya tienen la radiografía del pie del que cojeamos. Lo que tenemos es nuestro, y no los quita nadie. Y lo que afea se esconde.
A veces nuestros políticos, en su afán por salir en los titulares, dicen tonterías dignas de cualquier entrenador de fútbol o de cualquiera de esos espontáneos que insultan a la gente que acude a ser juzgada (y es, hasta que no se demuestra lo contrario, inocente). Les traiciona el subconsciente, posiblemente. Heredan aquella vieja máxima, lo mismo apócrifa, de “la calle es mía”. Porque si no, no se entiende. O sí. En un claro ejemplo de candidez, el alcalde de Madrid propone erradicar a los mendigos de las calles. Si Berlanga levantara la cabeza ya tendría spin-off para su mágica película de pobres sentados a la mesa navideña. Lástima que no haya herederos de su genio para contar hoy, no sé, un mundo pre-apocalíptico donde quienes ni pinchan ni cortan ni son responsables de la crisis que tenemos encima son perseguidos por no tener donde caerse muertos, ni un techo que los resguarde, ni un plato de sopa, ni una nómina. ¿Dónde está Charles Chaplin en el siglo veintiuno?
El mundo dividido una vez más no en buenos ni malos, sino en feos y guapos, en sucios y limpios, en pobres y ricos. Como si vivir en la calle fuera una opción. Como si, ocultándolos a la vista, dejaran de existir. De hecho: no existen. Los ignoramos sistemáticamente, todos y todas, no solo los políticos que pretenden arañar votos. Nos dan como cierto jindoi, reconózcalo usted, porque a mí también me pasa, señora. Algo habrán hecho, que pensamos siempre. Y no queremos recordar, ni reconocer, que lo mismo hace tres días esa gente que vive a salto de mata, entre cartones y guantes con agujeros, eran personas normales y corrientes, con sus empleos precarios y su familia a cuestas.
Detrás está la gente. Cada uno con su historia y su tragedia. Esconderlos debajo de la alfombra no soluciona nada: nos vuelve cicateros, nos deshumaniza a nosotros, no a ellos. Quién sabe si Carpanta no fue antes de ser Carpanta el hermano de don Pantuflo Zapatilla. O pudiera serlo, si importase.
Publicado en La Voz de Cádiz el 18-04-2011
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