Hace ahora justo veinte años, un viernes de estos, las ocho y pico de la tarde. La excursión con los chavales de COU a Italia. Todos subiendo bultos al autobús, las barajas de cartas, los sacos de dormir, mucho tabaco, hielo, vasos y bocatas. Y yo que aparezco y, en lo alto de mi asiento (el primero, a la derecha del conductor), que coloco dos botas. Dos botas de agua.
--Y que nadie toque esto, que se queda aquí hasta que lleguemos a Venecia --dije. Y todos se extrañaron y quisieron saber qué era, y se rieron, claro, de mi ocurrencia: mira que traerte a una excursión unas botas de agua.
Y no unas botas de agua cualquiera, no. Unas botas de agua larguísimas, que me llegaban por encima de las rodillas. Un espanto incalzable.
Pero yo sabía lo que me hacía. Uno quizá ha aprendido pocas cosas en la vida, pero sí ha aprendido que hay que aprender de la experiencia. Y mi experiencia, el año anterior (o sea, hace justo veintiún años, semana arriba o semana abajo), me había enseñado que en Venecia llueve. Y que los charcos son lagunas.
Habíamos hecho noche en ruta: de Roma a Venecia. La pasamos durmiendo, después de dos días de patearnos de arriba abajo lo que nos dio tiempo de la Ciudad Eterna. Y fue llegar a Venecia, a eso de las siete o las ocho de la mañana, y ver que nos iba cayendo encima una tromba de agua de las que hacen época: todo era gris. El cielo, las casas, el mar, los charcos. ¿Les he dicho que en Venecia no hay charcos, que hay lagunas? Pues eso: que en Venecia los charcos son lagunas. Fue bajar del autobús, con las legañas pegadas y la sensación rara de no saber dónde estábamos, y al dar el primer paso, zas, el pie dentro de un charco. Retroceder, y zas, el otro pie. En menos de dos segundos en mi segunda estancia en Venecia ya tenía los pies mojados hasta las rodillas. La leche. Bueno, la leche no: cuánta agua.
Seguía lloviendo y yo empecé a tiritar. Hice un rápido cálculo de posibilidades: eran las siete o las ocho de la mañana, íbamos a estar en Venecia hasta las siete o las ocho de la tarde. Me quedaban por delante doce horas de tener los pies mojados. O sea, de pillarme una pulmonía de las que hacen época.
Yo había tenido la precaución, no sé por qué, instinto arácnido, de guardarme unos calcetines en la chaqueta. O sea, que si me quitaba los zapatos y me cambiaba los calcetines... tendría los pies secos hasta que los zapatos mojados me mojaran los calcetines. Horror. Tierra trágame, porque el agua, lo que se dice el agua, ya me tragaba.
Y entonces, mientras caminábamos por aquellas callejas donde no se distinguía qué era canal y qué era asfalto, vi una zapatería. Creo que escuché sonido de campanas celestiales. En el escaparate había, albricias, unas botas de agua.
Entré en la zapatería, las compré ipso facto, allí mismo, sin cortarme un pelo (era extranjero, no me conocía nadie), me quité los calcetines mojados (recuerdo que los escurrí y todo), me puse los secos, y me calcé las botas de agua. Unas botas de agua horrorosas, que me llegaban hasta más allá de las rodillas. Pero que me mantuvieron seco y a salvo doce horas.
Esa noche, cuando nos reunimos todos en el hotel para ver cómo entreteníamos durante la noche a la chavalería, hubo quien, con la mojada continua, había visto cómo los zapatos se le convertían en cartón mojado. Yo no. Se me habían quemado un poco los pies, por aquello de la goma de la bota, pero había evitado la pulmonía.
Por eso, cuando al año siguiente repetí la excursión, pese al cachondeo del personal, me llevé las botas de agua. Y Juan Carlos Benítez, siempre tan sabio, asintió y dijo: ya veréis como no le sobran las botas.
Y no me sobraron. Llegamos a Venecia, hace ahora veinte años, semana más, semana menos. Y llovía. Llovía a cántaros. Todo era gris: el mar, las calles, el canal, las casas. Y antes de bajar del autobús, con parsimonia, me quité los zapatos y me calcé las botas de agua.
Y esa noche, cuando nos reunimos todos en el hotel para ver cómo entreteníamos durante la noche a la chavalería, hubo quien, con la mojada continua, había visto cómo los zapatos se le convertían en cartón mojado. A mí no. Lo que aprende uno de las cosas que aprende.
Y mira que eran feas, y largas, aquellas botas.
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Categorías: Las aventuras del joven RM