Tenía ojos de color imposible y, en tiempos, una cintura de avispa que la vida se encargó de destruir a base de barbitúricos, alcohol y peleas con su galés del alma. Fue, durante los años sesenta, con su marido de entonces y de más adelante, Richard Burton, el equivalente de lo que hoy son Brad Pitt y Angelina Jolie, con peleas homéricas y reconciliaciones celestiales. Todo el glamour y toda la degradación que uno pueda imaginar en aquella Costa Azul que tan bien explotó Ripley.
Hizo cine y cine bueno: la vimos en Lassie, donde siendo niña ya mostraba una belleza inquietante, y volvió loco a Spencer Tracy haciendo de hija modosita que, de todas formas, tenía derecho a iniciar una vida propia. Nos enamoró en Mujercitas, no importa que su papel fuera el más antipático del gineceo, y a pesar de su escasa altura no desentonó en aquel juego de magnitudes que fue Gigante. Nadie interpretó como ella a Tennesee Williams en el cine. Nos enseñó a temer a Virginia Woolf, y de paso a verla con otros ojos, incluso a tenerle un poco de miedo a ella misma: había que tener mucho valor para confesarse en público de aquella forma.
Fue, sobre todo, Cleopatra.
Tuvo siempre una mala salud de hierro y sus enfermedades y recuperaciones fueron, en el mundo del cine, el equivalente hollywoodiense a la tía May. Tuvo muchos matrimonios, robó maridos y en su vejez, quizá por miedo a la soledad, dejó que se le acercaran mindundis de medio pelo. Michael Jackson la amó como se ama a este tipo de mujeres, como a un incono equívoco, como una amiga que, estoy seguro, más de una vez tuvo que hacerle las veces de madre.
El viejo Hollywood se queda cada vez más solo, y las miradas luminosas del mundo, más turbias. Liz Taylor. Inglesa ella de nacimiento. Mito por vocación. Ya eterna.
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