Hoy he puesto la palabra fin a un trabajo de cuatro años. Con el guión de "Moreno", que será el undécimo de los álbumes de la serie 12 del Doce, y que dibujará Paco Roca, he terminado la adaptación a la historieta de ese momento histórico que nos hemos empeñado en reivindicar. En total, una historia de 240 páginas, una "novela gráfica" en el sentido cuasi-literal del término y que, presentada a razón de tres álbumes cada año, es, ahora que yo termino mi trabajo, y dentro de otros dos, cuando se publique el duodécimo álbum ("El Deseado", que dibujará Rafa Fonteriz) cuando se verá que la historia es más amplia que la mera sucesión de doce álbumes y que puede y debe interpretarse como un todo: un tapiz, un mosaico, un teatrillo de personajes inventados y personajes históricos a los que uno acaba tomándoles cariño.
Es una sensación extraña, empezar un año y poner fin al mismo tiempo a otra cosa. Y comprendo ahora que, en el fondo, las musas o el demiurgo o lo que fuera, me guiaban cuando, al iniciar allá por octubre el trabajo de estos tres últimos libros, pasé del ambiente luminoso y festivo del álbum décimo ("¡Viva la Pepa!", que dibujará Jorge González y donde lo que se pretende es reflejar el día de San José de 1812 y el ambiente de fiesta en las calles hasta la llegada de la lluvia que deslució todo, como un presagio ominoso de lo poco que iba a durar aquel sueño de libertad y liberalismo), al último de los álbumes, donde es el malo, el rey Fernando VII, quien pone una apostilla negativa a la suave propaganda de los álbumes anteriores. Funciona ese remate de la historia como epílogo, pero es en el álbum que hoy he terminado, "Moreno", el anterior, donde la historia termina realmente, donde vemos cómo los hilos sueltos de las historias y los personajes que he ido asomando en cada libro (con la dificultad añadida, por cierto, de que cada álbum está dibujado por manos diferentes) se unen y, en este caso, a veces se separan.
Así, al mismo tiempo que Teresita la Reina, Chano y Sebastián, Bernabé y Herminia, don Ataulfo y Clara, María y Pepa y William Foster y Chano Rodríguez y Ernesto y don Carlos María y Evaristo se despiden del Cádiz de las Cortes y cada uno vuelve a sus lugares de origen, o cambia de oficio, o se marcha a otros lugares, yo me despido de ellos. Y me queda una sensación extraña, esa cosa agridulce que se experimenta siempre cuando se escribe una novela, ese vacío que sólo puede llenarse, en ocasiones, zambulléndose de cabeza en otro proyecto. Aquí, con más fuerza, porque esos personajes tienen rostro y conozco sus lenguajes gestuales, y porque he jugado con ellos y con el medio, y he experimentado diversas formas narrativas de contar sus historias al servicio de ese encargo que me hicieron y que adopté como si fuera una necesidad de expresión propia. Y porque esos personajes son míos desde el principio, claro, y como son míos aquí se termina nuestra relación, cuando ya he contado todo lo que quería contar y me han dado todo lo que me podían ofrecer.
Una sensación extraña, ya digo. Pero quizá sea cierto que a buen fin no hay mal principio.
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