Todo está en los libros, y si me apuran, todo está en dos autores. Entre Shakespeare y Dickens se explica el siglo y pico de la industria del entretenimiento, eso que ahora los políticos llaman "la cultura". Los ingleses lo saben desde hace tiempo, y por eso vuelven una y otra vez a la fuente inagotable de sus clásicos, recreándolos para públicos nuevos que no tienen por qué conocer de primera mano las obras de teatro ni las novelas en las que se basan, pero que reconocen como parte de su acervo cultural unas historias a las que se acercan desde la comodidad de sus sillones delante de un aparato de televisión.
Ese saberse parte de una tradición continuada permite ofrecer como nuevo, con referentes nuevos y a la vez con respeto a la obra original, unas historias que explican el pasado y, bien hechas, nos aclaran buena parte del presente: de dónde venimos, qué hemos superado... y dónde podríamos volver a acabar a poco que nos descuidemos.
Es el caso de Little Dorrit, una de las novelas menos conocidas del inagotable Charles Dickens, en tanto el componente dramático con el que se le identifica se tamiza aquí con claros elementos de comedia, incluso de parodia. Los personajes dickensianos, siempre bigger than life, siempre al borde de la caricatura (quizá porque la caricatura es la mejor crítica social, quizá porque la caricatura es el destino inevitable del realismo) se ofrecen aquí como un mundo variopinto y multicolor de clases sociales que se ignoran y se entremezclan, desde la cárcel de morosos en la que el propio padre de Dickens pasó unos meses y donde el padre de la pequeña Dorrit ha vivido veintipico años de su vida, a los salones de la burguesía pre-victoriana, la naciente revolución industrial, las apariencias sociales, la insufrible burocracia e incluso los psycho-killers hoy tan en boga.
Todo servido en un guión y una puesta en escena que no escatima medios, o que los aprovecha con maestría, con una música sublime y una carátula de entrada de las que hacen época. El guionista (Andrew Davies, un monstruo de las adaptaciones y prácticamente un desconocido entre nosotros) reduce los ciento y pico personajes de la novela a unos setenta, todos perfectamente definidos e interpretados, y donde cada actor o cada actriz los recrea como si fueran los protagonistas de la historia. De hecho, casi podrían seguirse las vicisitudes de cada uno de ellos apartándose del núcleo original y la serie seguiría viéndose con interés, disfrutándose por la mezcla de actores jóvenes (muchos de ellos conocidos por Torchwood, Doctor Who o Being Human) y actores veteranos que se dan el testigo y revalidan la sensación de escuela. Gusto da oírlos cantar el verso (y, sí, la declamación es una asignatura que nuestros actores jóvenes han perdido y los británicos no, y cuando digo "cantar el verso" me refiero al tono musical que imprimen al habla dickensiana, que no es contemporánea pero resulta deliciosa al oído con sus linking r´s y su gestualidad acompasada).
En catorce capítulos (doce de media hora y el primero y el último de una hora entera) abundan los cliffhangers, y la narración es tan fluida y apasionante como un drama contemporáneo. Los personajes pueden ser ruines y a la vez tiernos, ridículos y a la vez profundamente humanos. La adaptación es capaz de alterar la raza de Tattycoram, o de insinuar una relación homosexual de ésta con Miss Wade, pero eso no hace sino revalidar el tono contemporáneo de la historia. Un Andy Serkis pletórico interpreta al asesino francés con evidentes resabios del psicópata contemporáneo, y la moraleja final, con el dedo acusador hacia la banca, no podría ser más de hoy mismo.
Cierto, los dos personajes buenos, Amy y Arthur, son demasiado planos, demasiado bondadosos, demasiado irreales para el mundo de hoy. Pero todo el resto lo compensa, y con creces. De Dickens y de Shakespeare lo hemos aprendido todo. Enturbiar un poco la parte positiva de las historias es signo de nuestros tiempos, y a nuestros tiempos sin duda se lo debemos.
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