Y la risa como terapia, que es igual de importante. Ayer, como cada pocos años, me llevé a la clase de literatura a mis dos admirables cómicos, o sea, a Alfonsito y José Luis, de los que he hablado alguna vez por aquí. Los dos jovencitos que ya no son, a quienes un día descubrí (o me descubrieron) para iniciar un taller de teatro y que se ganan la vida, más o menos, desde entonces, haciendo teatro. Primero, como aquel dueto, Puntos Suspensivos, luego como animadores culturales, o como stand-up comedians, ahora, o como miembros de ese bello proyecto tan en la cuerda floja por las faltas de pago institucionales que es Animarte.
Vinieron ayer, los dos, al colegio, después de muchos años de no hacerlo, después de muchos años de no actuar los dos juntos. Y me pareció, ya que hemos sufrido dos golpes muy duros este último mes, que no sólo mis pocos alumnos de literatura universal podrían pasar un buen ratito viendo a estos dos monstruos de la escena en acción (la excusa es presentarlos como juglares modernos), sino ampliar la actuación a otras clases. Clases que, por cierto, no sabían a lo que iban al salón de actos cuando los secuestramos prácticamente de sus quehaceres programados.
Han crecido, Alfonsito y José Luis. Han mejorado lo que ya parecía, hace más de veinte años, inmejorable. Ahora dominan no sólo el gesto que les hizo característicos y brevemente famosos entre las generaciones escolares coetáneas y algo posteriores: ahora son también magos de la palabra, del relato puesto en escena, de la improvisación, de la complicidad con el público.
Casi dos horas de espectáculo improvisado, una lección magistral de moverse en las tablas, de hacer visible lo invisible, en tanto en el gesto, todavía, se vislumbra aquellos mimos que improvisaban y descubrían de manera autodidacta una expresión, una sensación, un sentimiento. En la expresión corporal que acompaña ahora a su palabra vimos perfectamente el viento sacudiendo las inexistentes ropas del exorcista empapado, la caja con el pajarito resucitado una y otra vez, la tarta de cumpleaños, los vicios y las virtudes encarnados sin solución de continuidad en el movimiento fluido, casi descuidado, perfectamente medido y estudiado.
Improvisaron y nos hicieron reír todavía más. Y luego de un abrazo y un montón de aplausos, se perdieron de nuevo en la lejanía, como héroes de Autopista hacia el cielo, con la satisfacción del deber cumplido, del milagro compartido, con el eco de nuestras risas sorprendidas, de nuestro agradecimiento.
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