Si esto de dedicarte a la historieta (aunque no sea full-time como en mi caso) me ha enseñado algo es que, quizá como en el cine, el guionista no es la estrella, ni lo ha sido más que en habas contadas en la historia del medio, pero más importante todavía es que el resultado final es una labor de equipo, una suma holística que ofrece un producto distinto al que rondaba en mi cabeza cuando tecleaba las primeras indicaciones del guión.
He notado esto, sobre todo, en el último álbum publicado en la serie "12 del Doce", de cuya materialización visual tienen ustedes unos cuantos ejemplos en el post inmediatamente anterior. Como en casi todos los guiones de esta serie (de encargo, ciertamente, pero mía en muchos aspectos), después de una labor de documentación que me ha llevado muchos meses, se extraen de la historia con hache mayúscula (o sea, la Historia) aquellos elementos que puedan ser novelados, o romantizados, si ustedes quieren, los que me permitan hacer un tebeo que no sea una sucesión de didascalias con contenido ejemplarizante. Así, de este tebeo en concreto me valí de apenas dos o tres detallitos recuperados del ingente montón de libros que me he tenido que empollar: la fiebre amarilla que sacudía cada pocos años La ciudad sitiada; la visita de Pepe Botella al Puerto de Santa María, donde se sabe que asistió a una corrida de toros; la huida de un grupo de prisioneros de guerra franceses del pontón donde estaban encarcelados. Con esos tres elementos, y con la idea de realizar un sainete cómico con dos pícaros del momento, monté mi guión. Y lo monté mudo una vez más, tema del que quiero hablar un poquito más abajo, si me soportan ustedes.
Hice el guión e hice las primeras páginas del relato que tienen ustedes aquí abajo y que, como todos los relatos que se cuelgan en estas cosas, no se habrán leído. Y entonces Antonio Romero empezó a dibujarlo. Antonio es novato en estas lides: sabe mucho de muchas cosas, pero no tiene obra detrás. Es su primer tebeo, su primer trabajo terminado, su primera obra publicada. Ha tardado mucho. Ha sufrido mucho. Ha dudado mucho y se ha superado mucho, de continuo, cada día y cada semana. En el proceso continuo de feedback entre los dibujos y el guión, aproveché para terminar el relato, ese relato largo (26 páginas), que terminé mucho antes de que Antonio terminara con su parte, y que está influido por sus dibujos y su forma de presentar e interpretar a los personajes... y que a su vez influye en la segunda parte del tebeo, en tanto que Antonio ya sabe más cosas de los personajes, de su forma de moverse y de vivir la vida, hasta el punto de que la expresión facial de la última página, por ejemplo, se aparta del estrambote que hemos hecho durante todo el tebeo para recrear la melancolía de las últimas líneas del texto.
Decía que esto era una labor de equipo. Y el equipo lo completa Mariló (o Lola Garmont, como firma sus trabajos). La colorista. Más allá de un simple coloreado, Mariló reinterpreta a su vez el trabajo de Antonio y lo llena de luz. La luz de Cádiz, como hemos dicho. La luz del cielo y el mar, de las calles y las texturas. Antonio, en su desarrollo de la historia, me fue enviando primero los lápices, por si había algo que corregir (creo que no hubo que corregir más que un par de bigotes), y luego las tintas. Y por fin, sí, las páginas con la explosión de color. No exagero si digo que hoy por hoy Mariló (desconocida, claro) es la mejor colorista de España. Con la coña que da el cariño, yo la llamo mi Steve Oliff. No exagero.
Recibir las páginas en color, y verlas en pantalla pone la guinda al pastel. Se entienden mejor los estados de ánimo, las expresiones de los personajes, su grandeza y su miseria. Ha habido que estar muy atentos para que luego todo ese trabajo de línea y luz no se perdiera en la imprenta. O no se perdiera demasiado.
Y ahí está el tebeo. Dos años de esfuerzo para veinte páginas. Una labor de equipo que es tan mía como de Antonio o de Mariló. Un tebeo como ya no se hacen muchos tebeos, y donde Antonio sí que ha tenido una labor destacadísima. Porque, verán, dicen que mis guiones son muy difíciles. O por lo menos mis guiones para "12 del Doce" lo son. Tienen que serlo, tratándose de un tebeo histórico donde la ambientación lo es casi todo. Donde no vale escaquearse de dibujar caballos, o barcos, o húsares, o gente del pueblo llano. O donde hay que ser muy bueno para que no se note el escaqueo.
Antonio no se ha escaqueado, sino que ha cumplido. Y ha cumplido tirando de eso que ya no se tiene en cuenta a la hora de hacer tebeos: de la tradición. Lee y relee uno este trabajo (o mira y remira, porque ya les digo que apenas hay texto, y el que hay está en francés, un guiño a la BD) y comprende que es un tebeo en estado puro que utiliza los recursos de los tebeos que ya nadie utiliza: la alternancia de los planos, los recursos narrativos propios de un Coll o un Benenjam. Antonio saca partido a mi manía reciente de hacer tebeos mudos. Y lo hace aportando recursos que los tebeos ya han olvidado o que los dibujantes actuales de tebeos desconocen.
Un nuevo tebeo mudo. ¿Una manía, me pregunto? Narrar callado, me decía el otro día Manuel Barrero. Pues sí. Debe ser porque me aburre leer una y otra vez lo mismo en los tebeos que cada vez leo menos (aquellos cartuchos explicativos "Escuela de jóvenes talentos de Charles Xavier" o "Me llamo Lobezno y soy el mejor en mi oficio" una y otra vez, todos los meses, cada mes, durante siglos). Y porque tengo tan compartimentalizada mi vida que dejo la literatura para mis relatos y novelas y confío en la mano derecha de los dibujantes para que reinterpreten la historia (mis guiones, de todas formas, son muy sueltos). No es pereza, en modo alguno. El guión está pensado, está escrito, está planificado. Pero me gusta que los dibujantes se regodeen en su dibujo y que el lector tenga que entretenerse escudriñando ese lenguaje, descodificando su sintaxis, reinterpretándolo a su vez. Y sé que es difícil. Y que parece que el guionista se ha escaqueado. Y que en todo caso se lee en un plisplás.
Pero está ahí, y ahí hay que verlo. Las películas no suelen tener voz en off que nos aclare qué está pasando. Quizá los cómics han abusado durante demasiado tiempo de esa característica, en ocasiones para hacer avanzar la acción (el comic vive de la síntesis pero la síntesis le pasa factura demasiadas veces), y en la mayoría de los casos para que el guionista justifique que está ahí y no es la quinta rueda que todos consideramos que es.
Me gusta, entonces, que sea el lector el que imponga el tempo, la banda sonora, el ritmo de lectura. Para decir tres tonterías, mejor no decir ninguna. Huyamos del tópico verbal. Las páginas suelen entenderse (vean ustedes a los grandes maestros) sin necesitar de los textos, porque la "cámara" del dibujante sabe llevar perfectamente la narración y en el juego de planos y escorzos se cuenta a la perfección la historia sin necesidad de unos textos que ensucian las más de las veces el trabajo plástico.
El texto tiene que complementar, claro. Tiene que añadir una nueva dimensión. Todo lo que se pueda decir con las imágenes, que lo digan hablando las imágenes. El texto debe ser el contrapunto, la información que no puede darse de otra manera más que con la palabra. El chiste que no puede ser visual, sino sonoro: en "Las cuevas de María Moco", como los protagonistas no hablan, quienes hablan son los prisioneros franceses... en francés, naturalmente, para reforzar la idea de que ni Chano ni Sebastián los entienden; los textos en francés son, además, pura coña hacia la BD: desde el "Hop!" del salto que homenajea al Marsupilami hasta el "Sange et tripes!" de los tebeos de Barbe Rouge.
Evitar los textos (y, ojo, uno ama desaforadamente a Robin Wood o a Oesterheld o a Moore para negar que no deba existir el texto) nos lleva a descubrir, claro, que sin texto es necesario mucho más espacio, mucho más dibujo, mucho más volumen. O sea, convertir el tebeo en novela gráfica; renunciar a la historieta de ocho páginas para contar largo y tendido lo que uno quiere contar. Esa fue la conversación que tuve el jueves pasado con Jorge González, quizá el único dibujante del mundo que es capaz de comprometerse a dibujar trescientas páginas seguidas de historieta, como está haciendo ahora con "Patagonia", donde una conversación entre los personajes dura veintitantas páginas.
Claro que, cuando hace falta, el texto tiene que existir, tiene que complementar, tiene que sonar para redondear la historia. Por oposición a las imágenes. Por necesidad de lo narrado.
O sea, el álbum que estoy escribiendo ahora, el último de la serie, donde contradigo no solo lo que he escrito más arriba, sino la alegre propaganda de los otros once álbumes anteriores. "El Deseado", se llama. Habla en off Fernando VII. Se excusa el malo.
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