-a Antonio y Mariló

La madre que parió al demonio, que parió al levante, que parió a la luna y que parió a los franchutes. O sea, la puta madre de la mala suerte. Una detrás de la otra, y sin parar, que tiene mandanga la cosa. Que si los ingleses primero, que si los gabachos después, que si la guerra y el rey y las Cortes y el asedio, y el negocio a la baja, cónchiles ya, con las oportunidades que los ingleses, y los gabachos, y la guerra y el rey y las Cortes y el asedio daban pa esas cosas, que la gente no es tonta, y llueva o truene o se maten a tiros o a cuchilladas lo principal es siempre tener la barriga llena, y si ya la tienes llena, pues las mejores ropas, las mejores sedas, lo mejor de lo que sea. Si lo sabrían ellos, que toda la vida habían estado a la cuarta pregunta, y a la cuarta pregunta seguirían estando hasta que se los llevaran allí frente a la iglesia de San José, si es que no se los llevaba antes una ola mala al fondo del agua, como les pasó los otros días, tiene mandanga, por culpa del levante y la luna y el asedio y los franceses, no precisamente todo en ese orden, o a lo peor sí, lo mismo daba: salieron de las cuevas de María Moco con la fresquita, aprovechando la marea, como quien va a pescar, y a la altura de las Puercas viraron a estribor, como sin mucha gana, cierto, pa qué lo vamos a negar, y luego ya todo fue esperar al esquife de Juanillo el Cangrena, que venía acompañado de dos moracos que daban miedo, del hambre que tenían las criaturas, que eran capaces de comerse al Chano de dos bocaos y después usar al Sebastián para limpiarse la grasa que se les quedara entre los dientes, que iba a ser mucha. Un trae pacá, ponlo aquí, cuidado no lo vaya a caer, aquí está el saquito de oro en polvo, aquí con las dos cruces el resto del pago de la deuda, y Juanillo el Cangrena y los dos moracos se perdieron detrás de la línea del horizonte y Chano y Sebastián se dieron también la vuelta y se vinieron pa Cadi, despacito también, pa que vamos a exagerar, el tiempo justito de llegar antes de amanecer y tomarse dos lingotazos en la taberna de Manuela Virtudes antes de meterse entre pecho y espalda unos cachuchos a la plancha y unas hogazas de ese pan tan rico que horneaba en la calle Patrocinio María la guapa.

Entonces saltó el levante, y no es que la cicatriz que Sebastián tenía en el mismo trasero no se lo avisara. La cicatriz no sólo era recuerdo de alguna desgracia compartida (Chano tenía otra igualita, pero en su propio culo, y aunque el culo de Chano era tres veces el culo de Sebastián, la cicatriz no era más grande, ni le daba jamás la lata), la cicatriz es que la hija de la gran puta le fastidiaba cada vez que soplaba el viento, y no se podía ni sentar, que se le inflamaba todo, como si acabara de hacérsela, y esta es la misma que con la ventolera y la mar picada tuvieron que desviarse del rumbo, y al final desmontar el aparejo y, maldita sea su estampa, volver a remo, con lo que eso cansa y lo que deforma el espaldar. Y como era de esperar se les echó la noche encima, y Cadi seguía siendo una manchita a lo lejos, inalcanzable, entre lo que costaba remontar las olas y el coñazo que daba el levante, y cuando de pronto parecía que la cosa se calmaba, tontos de ellos dos que se lo creyeron, pumba, un silbido en el aire, y los oídos de los dos que se taponaban como cuando tenían que meterse bajo el agua a rebuscar alguna chirla o escapar de alguna patrulla de vigilancia, y tate, de pronto hizo la jartá de calor, pero calor de verdad, como si el aire se estuviera quemando, y lo siguiente que supieron Chano y Sebastián fue que podían volar, aunque no tenían alas, y se quedaron sordos de pronto, y sintieron el golpe contra el agua, y en esas que todo se volvió oscuridad y frío alrededor, y la mercancía se les hizo pedazos por todas partes, mientras se hundía como se estaban hundiendo ellos: los barrilitos de mollate güeni, los sacos de papas, las manzanas, el candelabro por el que estaban seguros que iban a ganar unos buenos dineros, la tela de Arabia, los perdigones y la pólvora. To pal fondo, como ellos dos, sin remedio, pero ellos no tenían alas, aunque hubieran volado, ni tenían branquias, aunque sabían nadar más o menos como sabe nadar todo el mundo que ha perdido los dientes de leche tirándose al agua desde las murallitas de la Caleta, y cuando se dieron cuenta de lo que había pasado, que tardaron en darse cuenta porque fue un visto y no visto, no les quedaron más cojones que olvidarse del mollate, y de los sacos de papas, y de las manzanas y el candelabro y la tela de Arabia y los perdigones y la pólvora, y decir pies y brazos para qué os quiero y darle a la manivela del cuerpo propio, y subir a la superficie que una cosa era que te hundieran la barca y otra que fueras tan carajote como el almirante inglés aquél del año cinco y te murieras a bordo de una indigestión de guerra.

A la superficie subieron, Chano y Sebastián, echando el bofe y echando pestes, más cabreados que agradecidos por haber salvado la vida. El barco francés estuvo entonces a punto de llevárselos por delante, como un marrajo que vuelve a por la carnaza, pero como estaba oscuro y era grande y ellos dos, pese al cabezón de Chano, no eran más que dos puntitos que flotaban en medio de la mar, y la mar era to negra, el barco pasó de largo y siguió disparando a lo lejos, quizá porque se comunicaba en la noche con otro barco franchute hijo de puta o quizá porque se estaba tirando a dar con un barco inglés o uno español, si es que después de lo de Trafalgar quedaba algún barco español que no hubieran convertido en pontón allá en Puntales.

Sólo cuando el barco gabacho se perdió en la noche y vieron que el mascarón de proa les sonreía, como cachondeándose de su situación (una pelandusca con el pecho al aire tenían que tener los franchutes allá en la proa, no les bastaba poner Mi niña Chari o Sagrado Corazón, como cualquier barquita caletera), se dieron cuenta Chano y Sebastián de que habían salvado la vida por los pelos, y que se habían quedado sin mercancía para seguir tirando, y que, peor todavía, se habían quedado sin barca.

No se acordaron ya del viento, ni de la luna, ni se les ocurrió pensar que lo mismo si hubieran remado con más ganas no habrían estado en la línea de tiro de aquella bala de cañón. Sólo se acordaron de la puta madre del comandante francés, de la puta hermana del artillero mamón, y de la puta familia de todos los tripulantes de a bordo. El único consuelo que les quedó, cuando llegaron a la playa hechos los dos unos zorros mojados, fue que seguro que al capitán, el artillero y todos los tripulantes de a bordo les estarían ardiendo las orejas, con to sus castas.

Y no es que fuera la primera vez que se las daban en tol careto, que Sebastián estaba seguro de que le salía la barba más rubia en un cachete que en otro precisamente de las guantás, las de verdad y las figuradas, que le había dado la vida. Pero sí era la primera vez que se veían con una mano delante y otra mano detrás en una ciudad donde no se hablaba más que de dos cosas: de los franchutes y de la peste amarilla. O sea, de la muerte y los chismes de la muerte en cualquier caso. Otras veces, po bueno, habían perdido la carga porque no la habían asegurado bien y un golpe de la mar es un golpe de la mar, algo que solo conoce quien lo ha vivido en las carnes, o los había engañado algún traficante a golpe de fusil y espadón de abordaje, o se lo habían gastado en mollate o, más típico de Chano, en ponerse jipato de cochino con cerveza y caballas asadas con su aceitito por encima y su piriñaca, pero era la primera vez que se quedaban sin medio, o sea, sin la barquita que les había dejado en herencia el viejo Samuel antes de irse al otro barrio, es decir, antes de que renunciara a la vida de marinero y se fuera a Puerto Real a vivir, donde seguro que estaba ahora hasta las narices de los franceses que lo habían cogido to por banda y lo mismo se acostaban con tu mujer que te freían los tomates sin tu permiso por mucho que dijeran sivuplé que se pasaban las mañanas haciendo prácticas de tiro contra Cadi, los mamones, y eso que no daban en el blanco ni rezando, que eran el cachondeo del pueblo gaditano y entre cortes de manga y tocadas de huevos hasta los niños chicos les cantaban aquello de los tirabuzones y las hembras cabales.

El problema era que sin la barca no podían faenar. O sea, no podían dedicarse al contrabando. Ni a pescar, si es que se les hubiera ocurrido alguna vez dedicarse a esa faena, que no se les había pasado nunca por la cabeza, a Dios gracias. El problema era que sin la barca no tenían medio para salir de Cadi, con el puñetero ejército gabacho asediando la ciudad y detenido en la Isla, a la espera de echárseles al cuello y pasarse por la piedra a las niñas de los tirabuzones y a cargarse a los diputados que se dedicaban a voz en grito allá en el Oratorio a arreglar los destinos de la Patria.

De entrada no les vino mal un descansito, que sobrevivir a la muerte por lo pronto agobia. Un par de diítas levantándose tarde, o sea, lo justo pal pan con manteca de las cuatro y cuarto, y su paseíto por la muralla para ver qué desconchones había arreglado Gasparito el Harina, y su conversación en los alrededores del mercao, y ese enterarse de lo que decían los diputados sobre cosas mú raras, que si la ley de imprenta, que si la libertad de los esclavos, que si había que tener ojo con las colonias no fueran a subirse a la parra, como si las colonias no fueran una cosa de señoritingos que son incapaces de aceptar, amariconaos todos, que un hombre tiene que oler a hombre y no jardín en primavera, que luego pasa lo que pasa, ojú, anda ya. Y su saludar a la gente, y contarles la peripecia, que era como contarles los males y los achaques sin que tuvieran ni males ni achaques ni na, sino una historia que contar así como si uno fuera un superviviente de los tiros que se llevaron por delante a Solano, exagerando un poquillo, la verdad sea dicha, que a nadie le viene mal dárselas de héroe porque mientras le está dando a la lengua siempre hay quien te llena el vaso, si no es un chufla.

Pero una cosa era eso, tener un par de días rebajaos de tener que doblar la espalda, y otra mu distinta darse cuenta de que ni a la gente le importaba un cocoroco que los franchutes hijos de puta les hubieran volao la barca, ni les fiaban ni una mala media limeta ni les servían un plato caliente aunque fuera de chícharo, que a Sebastián lo ponían hecho un jibia y a Chano le daban repelús, porque una vez se le cortó el cuerpo y los vomitó cuando estaba haciendo el acto con la parienta y la dejó a la pobre to verde de pechuga para arriba, y daba hasta miedo verla allí, en medio del toma que toma, los ojos bizcos, la lengua ladeá, y todo verde churretosa, que parecía que la hubieran sacado del fondo de la mar, como de vez en cuando alguien sacaba de más pallá de la Caleta una estatua to mohosa del tiempo de los fenicios o de los romanos o de Maricastaña. Desde entonces Chano no quiso saber ná de los chícharos, y cuando se encontraba alguno los amontonaba y luego los tiraba con dos dedos al plato del que estaba al lao, como quien lanza al aire una cascarria, y si tenía suerte y no lo veía, le mangaba un cacho de pan moreno o hacía sopones en las papas con chocos, pero lo que eran los chícharos, que no, que no quería ni verlos, que era recordar a la parienta de color verde estatua y es que, oye, por sus muertos, que ni se le levantaba.

Joía que es la guerra, y lo joío que era no tener ni un cuarto con que comprar su cuartillo de vino, su pedacito de morcilla, su morcón o sus avíos pa la berza. Y si hambre empezaron a tener ellos dos, no veas las respectivas parientas, la Charo y la Rosario, venga a decir que en casa tenía que entrar algo más que hambre y ganas de menear el culo, que mira la vecina que andaba como loca desde que a su marío lo habían hecho caporal de la milicia, que no les faltaba de ná, y ellos allí, con más hambre que Gasparito, que nadie sabía nunca quién era Gasparito, aunque seguro que no era pariente de Gasparito el Harina, que ese vivía solano y a lo suyo, el palaustre y la mezcla, pero debió ser un gaditano muy famoso, de los tiempos de los Balbo y Columela por lo menos.

Y allá les dieron a los dos los días, tomando el sol y tomando la sombra, pero sin tomar nada más que les llenara la barriga. Cosa que a Sebastián, que era de natural ascético, o sea, que estaba flaco como una babeta de esas que vendían en los refinos de los genoveses, le daba un poco igual, porque a él lo que más le dolía era no tener para la priva, pero a Chano, que era bajito y gordo como un tonel, tenía allí una cueva de María Moco él solo dentro de la barriga, y llenar todo eso requería no una barca, sino una flota entera, y dime tú de dónde, si la gente estaba de un rasco que daba vergüenza, con lo que habían sido siempre los gaditanos, todo amabilidad y todo simpatía, pero claro, con la gente de fuera, y no con los que eran de allí de la Viña, que parecía que hubieran venido de avanzadilla de los franchutes o de los ingleses o de aquellos alemanes borrachos que eran capaces de ganarles hasta a ellos bebiendo venga litros y más litros de cerveza, joé con los teutones tajarinas.

Y anda que no duele na ser el muerto en el duelo si en el duelo había algo a lo que meterle el diente por tal de ir entreteniendo las horas. Lo mismito era pa ellos. Una ciudad que se decía asediada, con los franceses despertando a todo el mundo como un reloj todos los días a las doce de la mañana, y anunciando a las seis de la tarde que ya era hora de cerrar los comercios y preparar la cena, ni que fueran suizos los hijos de la gran puta, y que en realidad tenía de to, y de to bueno, y a espuertas: gente que había venido de toda España para aquello de las Cortes y la Constitución, que cualquiera sabía qué era lo que iban a constitruir, y especias y harinas de las más exquisitas, y trigo, y pescados, y carne, y fruta. Y venga libros y periódicos y gente muy fina que se paseaba por las calles y se levantaba el sombrero cuando veían pasar por la acera de enfrente a una mujer guapa, y ni les decían bastinazos ni na, sino que con mucha educación les daban los buenos días o las buenas tardes en vez de decirles aquello de con cuánto gusto, marichochi, te calentaba yo la cama. Todo el mundo allí como si Cadi fuera el centro del mundo o por lo menos el centro de España, una fiebre, una alegría, como si la guerra fuera de mentira y estuvieran creando una especie de Sodoma y Gomorra en chiquetito aunque no se hicieran las guarradas tan raras que se pudieran hacer allí, o eso acusaba al menos el cura de la Pastora, que era de los serviles y al que no le había ninguna gracia que les hubieran mandado a la mierda la Santa Inquisición, todos felices y contentos y respirando aires de libertad, y ellos dos, o sea, el Chano y el Sebastián, los protagonistas de esta historia, con el sangui de no tener donde caerse muertos, primero porque las plazas estaban llenas, y segundo porque tampoco tenían ganas de que los enterraran todavía, que la vida es bella sobre todo si la filtras con su poquito de clarete y la remozas con su pucherito caliente o sus huevos fritos con torreznos.

Todos felices, menos ellos dos, allí sentados de sol a sol, de sombra a sombra, viendo pasar comida, viendo pasar mujeres, viendo pasar uniformes y viendo, sobre todo, pasar la vida. Como si les fuera a llover de un momento para otro, también es mala suerte, pero qué va, ni lluvia ni ná, ni los cañonazos de los gabachos siquiera: las tripas de Chano, que si en condiciones normales tragaba más que la poza del Canario, en proceso de enajenación corporal era un esmallao de aquí te espero, y si le crujía el vientre es que daba la impresión de que iba a venir un maremoto como el que paró en seco el cura de la Palma, que ese sí que tenía dos huevos aunque llevara falda, o se iba a tirar un cuesco que iba a dejarse sitio para él solo en plena calle Novena.

Y no veas la vergüenza, tito, de que en el bache de to la vida el julandrón del Julio Escapachini les dijo que ya no les fiaba ni una copa, cuando de to la vida habían sido compañeros de juergas y hasta habían salido de vez en cuando juntos a contrabandear con mollate y ellos sabían que el bueno de verdad lo tenía en las barricas del fondo, para los señoritos o las ocasiones especiales, como cuando conseguía meterse en la cama con la Petra del Pópulo o con alguna de sus niñas. Y en la tahona de María la guapa, lo mismito, sin panoja no había pan, y menos mal que la chiquilla de la María, la Pepa, que se estaba poniendo mu guapa y les reía mucho las tajás y las gracias, de vez en cuando le daba de estranguis un cacho de pan de antié, que si no los rugidos de la barriga del Chano habrían asustado hasta a los franchutes que seguían dándole cuerda al despertador desde el Río San Pedro, una cosa mala.

Y hubo que ponerse manos a la obra, y poner a funcionar la cabeza. Sin barca, no había negocio; sin negocio, no había comida, y todavía peor, no había mollate, ni habría dale que te pego con las respectivas parientas. Y mirando aquí, envidiando allá, cayeron los dos en la cuenta, casi a la vez, aunque les costó lo suyo, pero si estaban en guerra, vaya por Dios, y la guerra se paga. Con sangre, si tienes mala suerte, y con moneditas contantes y sonantes si estás apalancao en Cadi, o sea, como estaba apalancao tol mundo, que los tiros los pegaban más allá del caño de Sancti Petri, detrás del Puente Zuazo, caminito de Chiclana, y el que tenía la suerte de hacer las guardias en la ciudad tenía una jartá de metros de muralla para protegerse, y unos uniformes la mar de bonitos, de colores así blancos, y azules, y hasta verdes, y con chorreras, y te daban correajes y botas y morriones con una pluma que era un alboroto, y la gente te miraba por las calles, y te sonreían las majas, y te invitaban los burgueses a tu copita de amontillado y le hacían un gesto así al tabernero, esos calamares fritos corren por mi cuenta, y era como si de pronto todo el que tuviera un uniforme le hubiera dao dos estocás al Bonaparte, al de París, al que tenía siempre canguelo de que le robaran la cartera o la medalla del Carmen que llevaba en el pecho.

Dicho y hecho, allá que se presentaron los dos. ¿No había barca? Pues a tierra. Y como estaba tol mundo grillao perdío con el asedio y la ocupación y la paliza que decían algunos que le habían dado a los franceses en el Cerro del Puerco, los aceptaron sin medirlos ni pesarlos ni tallarlos ni decirles que se lavaran las costras de los dedos de los pies ni ná: firma aquí, soldado Chano, firma aquí, soldado Sebastián, pasarse los dos por intendencia para que os den los uniformes y las armas, viva España.

Anda que no daba gusto que te mirara tol barrio cuando ibas roneando como si fueras el Gran Capitán, ese meneo garboso, las majas que te decían piropos y to, las parientas la mar de orgullosas que parecía que se sentían como la majarona aquella que en Zaragoza se había enfrentado a los franchutes metiéndole mecha al cañón. En el fondo, era como darse el paseíto de cada mañana, su paradita en el muelle, su visita a las murallas, su ratito de charla en la fuente del Pópulo y su morsegueo a los guayabos en la Catedral o por Torre Tavira, y encima te daban una paga a la semana, que le llamaban la soldada aunque estaba suelta, y ya no te ponían pegas para darte el pan fiao o servirte un plato de morena en adobo, porque tenías detrás la seguridad de que te iban a pagar por el trabajo que hacías, o lo mismo es que temían qué cosa podían hacer aquellos dos si se cabreaban, que ahora tenían sable, fusil y balas.

Pero el uniforme era una guasa, cachienlamar. Que picaba, cojones, porque ellos no estaban acostumbraos a esa tela tan gorda, y a Chano le quedaba chico y a Sebastián le bailaba, y encima las botas no les entraban bien, lo normal, acostumbraos to la vida a andar descalzos o como mucho en babuchas, y el fusil pesaba un quintal y hasta una roncha acabó por hacerles a los dos en el hombro, por mucho que se lo cambiaran de uno a otro, y el gorro era un engorro, que les picaba la cabeza y luego era quitárselo y venga a caer bichitos al suelo, cocíos las criaturitas, cuando en otro momento con dos buenas rascadas y dos frotas de vinagre se iban tos palcarajo y no daban la lata, a saber a qué muerto habían pertenecido los puñeteros gorros antes de que se los endiñaran a ellos dos, maldita la gracia.

Y quien dice los piojos dice las chinches. Porque como chinches de pronto empezó a caer la gente. Otra vez la fiebre amarilla. Que ponía mu mal cuerpo, y se moría la gente entre vomitonas, como cuando te cogías una tajá de las que hacen época, pero que acababas echando el bofe de color negro y te morías en menos que canta un gallo. Lo malo que tiene Cadi, además de la humedad: que cualquier barco te traía una enfermedad y como las enfermedades son siempre nuevas y cogen a la gente desprevenía, toma ya, o te dejaban guasnío o te llevaban del tirón pa San José, sin darte tiempo ni de pagar las deudas ni de confesarte aunque fuera con el cura de la Pastora, que siempre te acojonaba un bastinazo con los fuegos del infierno pero luego bien que se ponía tibio con el mollate de la misa, que hasta se le notaba que se le trabucaba la lengua aunque hablara en latín.



Como chinches, ya digo, se empezó otra vez a morir la gente. Te daba el jamacuco, te ponías a toser, te dabas cuenta de que tenías las orejas más colorás que un papelón de azafrán, y cuando te querías acercar al médico a ver si te hacía una sangría o te mandaba un linimento ya estabas revolcao en el suelo, o tapao directamente con la sábana. Un acojone. Carros pacá, carros pallá, las campanas doblando no para avisar de que los franchutes volvían a dar el coñazo y que quien quisiera rizarse el pelo se pusiera en cola y guardara el turno, que habría para todas, sino tañendo una canción triste de despedida, hoy por ti mañana por mí, vaya forma más antipática de refregarte por los morros que la vida es una mierda.

Y lo malo, Chano, es que quieren que seamos nosotros quienes retiremos los cadáveres. Y lo peor, Sebastián, es que la mitad de la gente del cuartel ha caído ya en redondo, como el toro en la plaza después del descabello: aquel capitán maricón que lo mismo lamentaba en el fondo no ser francés, porque estaría monísimo con uniforme de húsar; y los dos mozos de cuadras que contaban chistes con tol ange del mundo y querían ser toreros en cuanto se acabara la guerra, y hasta Maolillo el bizco, el mu cabrón, que aunque era más feo que un rascacio a la plancha tenía una labia que se las llevaba a todas por delante, hasta a las putas guapas que no le decían que sí porque sí a todo el mundo y que tenían que ser unas salvajes en la cama.

Dios mío de mi arma, que la cosa iba de mal en peor, que ya no era que no tuvieran pa comer, ni que no tuvieran barca, ni que no tuvieran dale que te pego con las parientas, que se habían hecho fuertes las dos en un patinillo en lo alto de la Torre Tavira y decían que de allí no salían hasta que llegaran las lluvias de otoño y limpiaran las calles de aires malos, es que de tanto apalear cadáveres iban a tener que apalearse el uno al otro, y una cosa era que Chano pudiera montarse en borricate a Sebastián, y otra cosa mu distinta que, poniendo que Sebastián sobreviviera a Chano, tuviera que ir cargando con él hasta el cementerio, que cualquier sabía qué podía pesar el Chano en arrobas.

Todo por meterse a soldados, cuando ellos en el fondo en todo caso tendrían que haberse metío a la marina, aunque bien que se guasnajaron los dos de la marina y de Cadi cuando en el cinco, más jovencitos, vinieron los franchutes que ahora los despertaban todos los días a las doce para llevarlos a la fuerza a pegarles tiros a los ingleses que ahora eran los que los ayudaban. Decir que ahora ya no querían los uniformes era decir que no querían la paga, y que eran unos caguetas, y unos cagaos, y unos lilas, y además los podían fusilar por deserción y Goya ya había pintado la Santa Cueva y no iba a volver por Cadi a pintarlos a ellos dos dando vivas a la libertad o cagándose en la puta madre de quien los fusilara.

La estrategia la conocían los dos: había que buscarse un desmarque. Y en eso tenían los dos más habilidad que el Príncipe de la Paz en tirarle los tejos a la reina. Si la gente se estaba muriendo en Cadi, lo ideal sería pegar la espantá hasta que la fiebre amarilla menguara, o por lo menos buscarse un huequecito donde no hubiera tanto trajín de gente entrando y saliendo y vomitando y muriendo por las patas abajo o ahogados en baba. O sea, como las mujeres en lo alto de la Torre Tavira, pero con la libertad que a los dos les gustaba. Un sacrificio se hace por cualquiera, y si es por uno mismo, se hace con más ganas, anda que no. No podían salir de la ciudad e irse a pasar el veraneo en Chiclana, entre otras cosas porque en Chiclana había más franchutes que en el mismo París, pero sí podían dejar de acarrear muertos no fuera a ser que se aprendieran ellos solos el camino del osario y cuando se despertaran de alguna curda se vieran dentro del nicho con los pies por delante, si es que, y esa es otra, despertaban.

Lo primero era tomar el aire y no meterse en los barrios estrechitos ni en las habitaciones mal ventilás. Dicho y hecho: siempre hay sitio pa dos soldados en el muelle, vigilando la entrada y salida de los barcos, y to era cuestión de buscarse un poyete, sentarse donde nadie los viera, y dejar pasar las horas. Lo mismo tenían suerte, se podían colar de polizones en algún barco y acabar en América. O lo mismo no, y si se metían en una fragata y acababan pegándose tiros con la flota inglesa, menuda tonta ganancia, pa eso mejor te queda en casa, picha.

En el muelle los barcos venían, atracaban, los marineros salían corriendo para el Pópulo a remojar el gaznate y remojar las mechas, y siempre había ocasión para hincarle el diente a una manzana o a un plátano o cobrarle unas monedas a un marinero que quería saber dónde era mejor el género para no pillar purgaciones, y no es que muchos de ellos no parecieran que las traían a cuestas. En el muelle vieron una mañana descargar un barco una carga humana. Veinte fulanos, todos con las hechuras muy tiesos, alguno cojeando, otro vendao, el que más el que menos con algún chichón o alguna quemadura y los uniformes de colores mu raros, de tela distinta, que seguro que picaban poco o no picaban ni ná, porque el paño era bueno, no había ná más que verlo.

Los franchutes. Aquí mismo en Cadi, encadenaos como palomos, al paso, como los penitentes de Semana Santa, un olor así a humanidad y no a perfume, los ojos hundidos de tristeza y de odio o de legañas. Un visto y no visto, la verdad, porque los quitaron de en medio en menos que se zampa uno una aseituna, y se los llevaron con un montón de soldados pa más pallá de las murallas, pa más pallá de Puerta Tierra, a Puntales, a los pontones donde mientras durara la guerra los iban a tener a buen recaudo, por siesos maníos y por hablar con la egue y por no querer a España.

Para ellos se había acabado el pegar tiros, se había acabado el tener miedo y se había acabado la preocupación. En los pontones tendrían la vida resuelta, cama, comida aunque fuera de poca calidad, pero comida al fin y al cabo, lo mismo hasta mejor que la bazofia que les daban a bordo, que ya se sabe que los franceses comen unas cosas mu raras y no saben lo que es un buen filete de cerdo con papas ni unas tagarninas con su tocino y sus habas. Y si los franchutes iban a estar allí en Puntales a salvo de preocupaciones, de tiros, hambres, pestes, órdenes, cagontó, Chano, tengo una idea, Sebastián, lo mismo nosotros podríamos hacer lo mismo, que te quiero decir, que no es que nos metamos a franceses ni nos encadenemos al pontón, pero que puestos a estar aquí mirando barcos y la línea de la mar, también podían estar mirando prisioneros y la línea de la mar en el pontón, donde no había peste amarilla y lo único que seguro que apestaba era la mierda de los franchutes y las cagadas de las gaviotas.

Sus órdenes, mi capitán, para lo que vuecencia tenga a bien mandar, el soldado Chano y el soldado Sebastián, que nos gusta esto de servir a la Patria, nos ofrecemos voluntarios para echarles un ojo a esos mesiés del pontón, que se van a enterar de lo que vale un peine, oiga, y allá que recibieron la orden de traslado, la equis de Chano en un papel, la equis de Sebastián en otro, y al pontón a paso de marcha, un do, un do, papa y arroz, papa y arroz, aunque tuvieron tiempo de entretenerse en tomarse unos valdepeñitas en los Glacis, escuchar un par de tientos de cantes de gitanos, afanar una gallina en una de las granjas, y comérsela asá debajo de un pino, y hacer de vientre y echarse una siesta, y presentarse con las luces del atardecer al capitán del barco presidio, que tenía el hombre dolor de almorranas y lo que le apetecía era meter el culo en fresco y no tener que sentarse en una silla que estaba más dura que la piedra de un molino.



Un pontón era algo así como una barca vará en la playa, pero a lo grande. O sea, un barco inservible que no se había hundío en la mar por los pelos después de la vergüenza de Trafalgar y estaba aquí, convertido en partidito de madera, clavao en los bajíos, con el agua a la mitad de la línea de flotación cuando subía la marea, con más remiendos que los calzones de Chano y más agujeros en la cubierta que la boca de Sebastián, sin velas ni aparejos, sin los palos ya, como el cadáver de una cañaílla allí puesto de lao en la arena mojá, entre las dunas y los jaramagos. Una prisión improvisada, lejos de la prisión de verdad, donde por lo menos la gente no se mareaba con el vaivén de las olas, aunque tampoco es que se pudiera, lo descubrieron en seguida, descansar como querían por culpa del coñazo de los graznidos de las gaviotas y el flujo y reflujo del agua, que no había una puñetera ola que hiciera el mismo ruido que otra de sus hermanas, y así no podía pegar ojo nadie.

Daba un algo de canguelo el pontón, esa es la verdad, un barco en ruinas que ni era barco ni era pecio ni era casa ni era prisión, sino to junto e improvisao, un apaño que apestaba a un kilómetro a madera podrida y a algas y a humanidad, un castillo de cuento de miedo en medio de la marisma, en el fondo tan fuera de lugar en el paisaje como si lo hubieran plantado en mitad del desierto.

Y el paisanaje, la madre que los parió a los putos franceses, que parecían muy mansos allí en el muelle cuando los sacaron de la fragata donde venían y aquí, joé, te miraban con una mala cara que hasta ganas te daban de irte de bareta. Eran soldados y marineros de verdad, lo que viene a querer decir que era gente que se ganaba la vida matando, lo mismo hasta por gusto, los dientes afilaos, los ojillos relucientes, llenos de tatuajes, de cicatrices, con las barbas de muchos días y las greñas llenas de piojos que tenían el tamaño de cangrejos moros, y encima te mascullaban dos palabras y nunca sabías si querías que les compraras el pan o te estaban mentando a la madre. Menos mal que estaban encadenaos, de pies y manos y si por Chano y Sebastián hubiera sido con cascos de cuero y hierro en los caretos, porque parecían más peligrosos que un barbero esmorecío con una navaja, capaces de saltarte al cuello y arrancarte de un bocado las entrañas mientras te decían merci bocú comensavá.

O sea, que acercarse a la chusma, ellos, lo justito. Na de confraternizar con el enemigo, na de pedirles tabaco, ni que les contaran si de verdad las francesas eran en la cama lo que decían los italianos que eran ellos mismos, ni de preguntarles por qué le tenían tanta ojeriza al pueblo español y si la mitad de todos ellos eran de la piompa, como se hablaba. Ya bajaron una vez a la sentina y se les vino el mundo encima, entre el olor a pies rancios y a sudor y a orines y mierda acumulada en los bancos, y pa colmo se escuchaba el chismorreo de palabras que no entendía ni su padre, y el clink clink de las cadenas, y alguna risita, y hasta algún cuesco. Por piernas salieron, Chano y Sebastián, como chiquillos chicos que tienen miedo de la oscuridad, porque allí abajo quienes parecían mandar eran los prisioneros, igualito que osos en la madriguera, y la caza, como la pesca, no era algo que sedujera a Sebastián, aunque la carne de caza a Chano lo volvía majareta.

Era un aburrimiento el pontón, en el fondo, como es un aburrimiento ser guardia, porque te pasas la vida con las manos a la espalda y poniendo mala cara cuando lo que se te apetece es vivir la vida, pegarte tu paseíto, tomarte tu copita y charlar con los amigotes de tus cosas, y si te dedicas al contrabando, hasta tiene su gracia vivir en un tris, con el corazón en un puño, temiendo que te trinquen y con la cabeza puesta a precio por un quítame allá ese puñado de monedas. En el fondo, y no es que se quejaran por eso, ni Chano ni Sebastián tenían na que hacer en tol día: ver cómo los prisioneros daban vueltas en cubierta, un día tras otro, cargados de cadenas, arrastrando los pies para que los músculos no se les oxidaran como estaban oxidaos los hierros que los aprisionaban, y por mucho que canturrearan por lo bajini no sé qué de la Madelón y no se cuánto de la patrí, seguían siendo los mismos pintas con mala pinta que te sostenían la mirada si tú los mirabas así como con recelo, por lo que al cabo de dos o tres días Chano y Sebastián los vigilaron con un ojo nada más, como los gatos, mientras se dedicaban a hacer otras cosas más productivas como fabricarse una caña del país a ver si alguna lisa mojonera picaba, que por aquí las había a puñaos, o en contar las veces que se les cagaba encima una gaviota tuerta que parecía un pato que los considerase su madre, de la querencia que les había pillado, la hija de la gran puta. Cuando Chano perdió la navaja y Sebastián el sable tampoco le echaron demasiada cuenta: en todos los cuarteles la gente manga cosas, y ellos mismos le habían birlado al sargento la llave de la despensa, el chisquero y el tabaco de pipa.

Lo peor eran las noches. Primero, porque estaban aislaos de las parientas y el jopojopo estaba más prohibido que bailar en misa, y segundo porque cuando les tocaban las segundas o las terceras imaginarias aquello era un aburrimiento y un latazo, que la noche está hecha pa dormir o como mucho pa alternar y no para pasarse las horas muertas dando voletíos por un barco podrido donde crujen las tablas, rugen las olas, chirrían las ratas, roncan los presos y se caga en la madre que parió a Paneque el que está de guardia. Menudos eran ellos dos pa estarse a pie quieto en ninguna parte, y menos que en ninguna parte en el pontón del copón, allí a la fresquita, de madrugá, una noche sin luna, todos a bordo fritos, desde el capitán de las almorranas al furriel que siempre se quejaba de que tenía los juanetes reventaos hasta los franceses que ni roncaban de agotados que se quedaban de dar más vueltas a la noria que el borrico de Pepín Troncoso el de la calle Pasquín. Y la llave de la despensa diciendo cómeme debajo del sombrero de Sebastián, que le quedaba más grande que a Chano, que parecía que tenía puesto en vez de un tricornio una chincheta, de apretado que le quedaba, pobre hombre.

Venció el diablo, o sea, la molicie, y allá a las tantas, cuando no se movía ni una ola, de puntillas, sin hacer ruido, sentina pabajo los dos, tiqui tiqui tiqui tín, no hagas ruido, cuidao con esa puerta, y se colaron en todos los rincones del barco muerto que no habían explorado enantes, menos en la zona donde los franchutes dormían más callaos que puta en Cuaresma, y llegaron a la despensa y aquello más que despensa lo que parecía era un cajón revuelto, con más mierda que el cuello de Vicente el Rata, que se colaba por un agujero de la Cueva de María Moco y salía por la otra punta de Cadi tres horas más tarde, oliendo a fenicio y porquería cosa mala. Y en la despensa encontraron pan duro, que se guardaron de todas maneras, y una chispita de queso, y dos morcones y un chorizo y unas cuantas gachas frías que Chano se tomó a lo bestia, sin preguntarle a Sebastián si quería darles un tiento, que ni quería ni nada, que ya dicho queda que Sebastián era de alma ascética y de estómago delicado y se cansaba en seguida del comer aunque no del beber, y esta es la misma que entre un cajón y un mueble encontraron bajo otra llave un mueblecito en la pared, y dentro del mueblecito, que abrieron con la punta de la bayoneta, se encontraron dos botellas oscuras que daba gloria verlas, de un líquido franchute que por lo visto le dicen la coñá, o sea, nada de pirriaque ni de vino aguao ni del vinagre de mala muerte que siempre les servía el mamón de Escapachini cuando se daba cuenta de que se les estaba trabando ya la lengua. Coñá-coñá de verdad, un líquido por lo visto destetao o destilao que hacían los franceses y con el que se ponían pujos y que seguro que estaba allí en el pontón porque algún almirante o algún coronel los había mandado de regalo a los cautivos del pontón y que, tesquíya, había acabado para uso y disfrute de la marinería española. Bueno, de la marinería no: de los oficiales, y más que de los oficiales, del capitán de las almorranas, que lo mismo iba a ser de la coñá que tenía el hombre el culo como una jopaipa. Con el color clavao al del oloroso, oscurito, denso, y era meterle un tiento al líquido aquel, la coñá, se llamaba, y sentir que te entraba un calorcito por la barriga que te subía primero hasta la nuez, y después hasta los mismos huevos, y te llenaba de una alegría de vivir que te estallaba en la garganta como si fuera una burbuja de caramelo para personas mayores. Joé con la coñá, qué paladar tenían los franceses, los hijos de su madre, que por lo visto lo hacían to bien, la guerra, los dulces, las revoluciones y los alcoholes para hombres de pelo en pecho.

Y a pecho se lo tomaron, iín padentro, sin respirar, ni toser luego. Chano una botella, Sebastián la otra, cómo entra esto, y fue Sebastián el primero que notó un curioso efecto secundario, porque tenía el estómago más vacío o porque lo tenía más chico que Chano, y fue que de pronto a los dos les pareció que el pontón se había hecho a la mar, porque las paredes empezaron a balancearse, pero qué va, si los que se balanceaban eran ellos, que toda la vida bebiendo mollate de mala calidad o de baja graduación y de pronto se metían entre pecho y espalda una coñá de calidad y se les subía a la cabeza, más piripis que la Charo y la Rosario cuando en el bautizo del Noli se pusieron hasta el papo de tintorro, quién se lo iba a decir a ellos, con lo que habían tragao en la vida, y lo que les quedaba todavía por tragar. Dios mío de mi alma, con dos barriles de esta gloria eran capaces ellos dos solos de enfrentarse a los ejércitos gabachos y mandarlos de vuelta a Francia con el rabo entre las piernas, más machotes que nadie.

Y del balanceo del barco ya pasaron al cachondeo los dos, que si mira lo que hay aquí, un gorro como el de Napoleón, y en una alacena encontraron unos cuantos uniformes mu bonitos, los de los franceses que la habían diñao o los que les habían quitado mientras estaban allí encadenados en la sentina, un paño de excepción, y no la mierda basta que les hacía sebaduras en las ingles y les molestaba pa estirar los brazos. O sea, que también los sastres de París les daban sopa con onda a los de la calle Rosario, lo natural, si es que eran más maricones que el sobrino de Miguelillo el Guasa, que trabajaba de aguador en lo de la casa de Petra y se ganaba unos reales y, cuando podía, también tenía clientela si las niñas estaban con la regla.

Entre una cosa y otra, la coñá, el cachondeo, los uniformes relucientes, no se les ocurrió otra tontería que cambiárselos, y anda que no estaban los dos guapos con peluca blanca, me concede usté el honor de este baile, creí que no me lo iba a pedir nunca caballero, trae pacá lo que queda de esa botella, mira a ver si encontramos otra en alguna parte, y dando camballás, y riendo por lo bajini, a codazos, y entre traspiés, se volvieron por donde habían bajado, joé cómo pega el líquido este, y el cachondeo siguió en cubierta, en las barcas a la capa que colgaban de la popa, soy yo capaz ahora mismo de echarme a la mar y tener unas palabritas con el cabrón del general francés que me despierta to las mañanas con los cañonazos, ome, po yo le vi a meter el sable por el ojete si no me dice dónde encontrar más coñá de éste, que está superior, y entre canciones, y chismes, y risitas ahogadas pa no despertar a nadie, se quedaron los dos roques, ni la fresquita de la noche ni na, en brazos de Morfeo, dentro de las barcas, y en algún momento Chano fue consciente de que tenía frío y se tapó con un hule, y en otro momento Sebastián se dio cuenta de que olía a cuesco y se acomodó como pudo para no respirar la peste que desfogaba el estómago de su cuñao.

La coñá se subía a la cabeza, lo notaron en seguida. Y el mundo no sólo no dejó de darles vueltas mientras dormían la mona, sino que continuó meciéndose arriba y abajo, como si de verdad el pontón se hubiera hecho a la mar, y no fue hasta que alguien les quitó el hule de encima y los despertó a los dos, to legañosos, cuando Chano y Sebastián se dieron cuenta, con una descoordinación mutua de treinta segundos, que no era que la coñá estuviera todavía mermándole facultades, que también, sino que era verdad que se habían hecho a la mar, no en el pontón, sino en la barca, y que no estaban solos cruzando la bahía, sino que había diez tíos más con ellos, hablando un idioma raro del que no entendían un carajo, pero el clink clink de las cadenas y el sable que uno de ellos llevaba al cinto y el cuchillo con el que otro cortaba una maroma les hizo comprender, así de sopetón, sin avisar ni ná, que los prisioneros se habían escapado del pontón y que por eso no roncaban antes, tos callaos los hijos de la gran puta mientras preparaban la fuga, y que habían fletado a la mar las dos barcas y que los habían secuestrado sin querer, arrastrándolos a ellos a la fuerza con la marea quién sabía si hacia Puerto Real, hacia el Puerto de Santa María, hacia Rota o hacia Francia.

Comprendieron que habían pasado de ser celadores a prisioneros, y que en cuanto los franchutes escapaos se dieran cuenta de quiénes eran los iban a tirar al agua patos no sin antes meterles dos costurones en la barriga. O no, porque estaba más oscuro que el sobaco de Luisín el Moro, y los fugaos, lo mismo por el no comer, ni les habían visto las caras ni se habían dado cuenta de quiénes eran. Tardaron un tris en darse cuenta que los uniformes gabachos que los dos llevaban puestos les habían salvado la vida, porque no se diferenciaban en la oscuridad de los harapos que llevaba el resto de los prisioneros, y además estaban todos muy preocupaos remando a lo bestia, ramé ramé, que decían entre susurros, vite vite aunque ellos no veían na, y las olas se los llevaban en volandas como si fueran el tapón de una botella en un salidero, y como se dieron cuenta de que si abrían la boca les iban a abrir la garganta, allí que los dos se quedaron calladitos calladitos, como monaguillos, con los ojos más abiertos que el búho disecao que tenía Moisés Parla en la tienda de la calle Torre, haciendo así que sí con la cabeza cuando alguien les decía algo o aclarando así que no con la cabeza también cuando parecía que tenían que decir lo contrario. Menos mal que no había luna, y menos mal que, como estaban repompeaos en la popa, todos los demás prisioneros miraban palante.

Eran dos barcas las que cruzaban la bahía, pero el viento las desvió del rumbo y en vez de tirar pa Puerto Real, que estaba a dos pasos como quien dice, si es que se pudiera andar por el agua, acabaron metidos en la desembocadura del Guadalete, o sea, del tirón pal Puerto de Santa María, donde para colmo de males era donde estaba apalancao el mando general francés. Los recibieron con un cañonazo que a pique estuvo de mandar una barca a pique, pero a gritos en franchute se hicieron entender los que hablaban franchute con los que tiraban, nus son amí, vive Napoleón, o cosa así, mientras ellos murmuraban vive vive, y a poquito a poco, como roneando, las dos barcas terminaron de remontar el río y se fueron acercando a la orilla, donde atracaron allá donde la Plaza de las Galeras Reales, para ser recibidos como si hubieran ganado una batalla gorda, venga abrazos y achuchones (anda que no tenían los franchutes peligro), y mucho o lala y venga amís amís, y nadie nadie, pero que nadie, por mis muertos, se dio cuenta de que entre los veintipico gabachos que se habían logrado escapar del pontón se habían traído de regalo a los dos guardianes disfrazados de ellos mismos, y menos mal que entre el jolgorio y el jopeteo y el trae pacá esa bota de vino para celebrarlo nadie les pidió nombre, filiación, rango ni mandangas. Que te cogieran el culo merecía la pena si lo contrario era acabar meciéndote en lo alto del patíbulo por enemigo, por espía, por gordo o por flaco o por gaditano cabal, que anda que no les tenían que tener tirria los hijoputas franceses porque eran dueños de toda Europa menos de la calle San Francisco.

Y entonces, entre gritos, vivas, alé alé hop hop, la marea que los empujaba y los magreaba se abrió y de pronto, entre toda la gente, les dejaron sitio a un nota muy bien trajeado, pero con ropa de calidad de verdad, al que acompañaban un montón de generales y de almirantes y de gente de posibles, o sea, de traidores afrancesaos, y señoras con pinta de putas pero de mucha categoría, que las llamaban burguesas, y hasta un torero con su montera y su capote y su taleguilla. Un poco más y se pone allí tol mundo de rodillas delante del nota, que era delgadito, con un cabezón tan grande como el de Chano y la misma cara de asco que ponía Sebastián cuando ya no podía terminarse el plato de cabrito con papas. Le ruá, le ruá, excelens, decían todo el mundo, y cuando le ruá dio un paso adelante, así como de lao, como una costurera él mismo, a Chano y a Sebastián se les vinieron al suelo los palos del sombrajo, porque al pronto pensaron que era ni más ni menos que Napoleón, que se le parecía una jartá en la cabeza, la nariz y la medio calva, pero qué va, era le ruá, o sea, el rey, no Fernando ni Carlos ni el que estuviera ahora allí en la Francia prisionero o escuchando misa o pelando gambas, sino le ruá en persón, o sea, José Bonaparte, Pepe Botella, el de las coplas, el pez gordo del enemigo, que por lo visto había venido a ver si echaba una manita con el asedio a Cadi, que ya estaba bien, que iban para cuatro años, y para matar el tiempo le habían ofrecido allá en el Puerto el jolgorio típico: la visita a las bodegas, el paseíto turístico por las iglesias, sus platitos de jamón y de langostinos y, para remate, su corrida de toros, que no es que a le ruá le importara un carajé la fiesta, pero había que hacerse español pa seguir llenando el pico y ver una corrida era una forma tan buena como cualquier otra de ganarse el afecto de la gente, y si encima te ponían al lado a dos fulanas de renombre, de esas que les decían burguesas, seguro que al final la corrida acababa en corrida privada, anda que no es bueno ser rey, o le ruá, o como lo llamaran.

Y fue Pepe Botella, que no parecía tajarina ni ná, dicho sea de paso, y le fue estampando, qué asco, dos besos en las mejillas a cada uno de los presos fugaos, mientras murmuraba una retahíla en francés que parecía que estaba rezando el Rosario, el tío, nus son tró yolí y algo por el estilo. Cuando le tocó el turno de darle los ósculos a Chano y Sebastián se cortó un poco, que ya estaba bien de tanto besuqueo, que una cosa era ser maricona y otra vicioso, y les dio un pellizquito en los mofletes a Chano y una palmadita en la cara a Sebastián, motivo de más para que la barba le siguiera saliendo más rubia en ese lao, y terminado el trámite la gente los volvió a envolver, como una ola caletera cuando te quiere dar una jogaílla gorda, y le ruá se fue por donde había venido, a seguir con la corrida o las corridas, y entre pisotón y metidas de mano Chano y Sebastián aprovecharon la collá para tomarse un par de copitas que les ofrecieron los demás franchutes, todo alegría porque habían escapado del pontón y les habían dado a los gaditanos con un palmo de narices, y allá a la tercera o cuarta felicitación se dieron cuenta de que eran lo menos las cuatro de la mañana y que no iba a tardar en amanecer y entonces se iban a dar cuenta de que ni eran franceses ni eran presos ni eran militares ni eran nada, así que se quitaron de en medio como pudieron, haciendo así aspavientos como de que iban a mear, y con dos carreritas cortas, que tampoco era cuestión de exagerar, regresaron al muelle, a ver dónde encontraban un tendedero donde quitarse los uniformes y ponerse ropa de hombre que no oliera a colonia y cómo se las ingeniaban pa volverse pa Cadi sin tener que cruzar las líneas de tiro y, sobre todo, sin llevarse un tiro que los llevara al otro barrio antes de poder volver al barrio de toda la vida.

Y esta es la misma, lo que son las cosas, joé, el destino, que allí en el muelle, apagadito y a oscuras, se vinieron a encontrar un barco anclado. Bueno, anclados había tres o cuatro, pero a este lo conocían bien conocío, que la pelandusca con el pecho fuera que tenía como mascarón de proa era inconfundible: el mismo hijoputa barco que les había hundido la barca que había sido el comienzo de sus desgracias. Diciendo cómeme, mira, allí paraíto, sin nadie más que dos guardias, uno gordo y otro delgado, haciendo guardia en tierra, los dos muertos de sueño, y ni corto ni perezoso, bueno, perezoso una chispa, pa qué nos vamos a engañar, sin pensarlo siquiera, Chano y Sebastián los hicieron cuadrarse mientras entraban del tirón en el barco, subían por la tabla y echaban un vistacito rápido a la cubierta y los camarotes. Pa mí que en el fondo lo que buscaban era más coñá, que si en un pontón de mierda como el que había en Cadi tenían dos botellas, aquí tenía que haber barricas enteras, pero la única barrica que encontraron fue de pólvora, en la santabárbara, como te quedas, y entonces les pudo el patriotismo a los dos, o el donde las dan las toman, jeroma, y dejaron un reguero largo por medio barco, así como una meada de perro con colitis ulcerosa, y aprovechando el chisquero que le habían mangado hacía unos cuantos días al sargento del pontón le prendieron fuego a la mecha, no sin antes arriar uno de los botes que colgaban de estribor, la mar de bonito el bote, por cierto, de maderita nueva, y estaban ya remando, qué remedio, porque no era plan de plantar la vela y hacerse a la mar con más descaro del necesario, cuando el barco saltó hecho trizas y todo el río y todo el cielo y medio Puerto de Santa María se volvieron rojos, una explosión gigantesca, como el cuesco de un gigante, y luego ya todo fueron gritos, y socorros, y franchutes corriendo a ver qué pasaba desde el final del río, y ellos que seguían dale que te pego remando, de vuelta a casa, y a media bahía colgaron la vela y pusieron rumbo a Cadi, que ya empezaba a amanecer y se veía la silueta a lo lejos, y lo bonitas que son las primeras luces del alba cuando sabes que lo que te espera no es un día de trabajo, sino una siestecita hasta las cuatro de la tarde.

Dejaron hacer al viento y se tumbaron en la popa, a echarse unas risas y unos eructos. Ya tenían otra vez barca, no hay mal que por bien no venga. Ahora, un saludito a las respectivas parientas, un par de platos de cazón en amarillo o unas coles, que se le venían apeteciendo a Chano y a Sebastián tampoco le desagradaba la idea, y ya luego a partir de pasado mañana o del lunes ya verían cómo invertían la ganancia de la nueva barca, que ahora que caían en la cuenta todavía tenían que pagarle media cuenta a Juanillo el Cangrena, que no habían podido ponerse al día desde que perdieron la otra barca y seguro que andaba chingao con ellos y hasta estaría haciendo planes para enviarles a los dos moracos a cobrar lo que les debían. Ya pasado mañana o el lunes se pondrían a darle vueltas al coco, que lo primero era lo primero, y lo más bonito del mundo era ver cómo se desperezaba Cadi entre las olas y se ponían todos a trabajar mientras ellos se iban a dormir a la cama.



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Comentarios

1
De: RM Fecha: 2010-12-08 21:16

El relato escrito en comandita y con feedback del guión de Las cuevas de María Moco. Las ilustraciones pertenecen al álbum.



2
De: Xelo Fecha: 2010-12-09 11:17

Buen trabajo gráfico. ¿El autor?



3
De: Xelo Fecha: 2010-12-09 11:20

Ah! Ya lo veo en un post anterior. Esos tomos deberían llegar a todas librerías especializadas...



4
De: Electroduende Osborn Fecha: 2010-12-09 14:10

Por DIos, los dibus son un puto orgasmo, mi novia los ha visto de pasada en la pantalla y ha alucinaod tanto como yo.

Que alguien felicite al dibujante, cojones, pero mil veces, de nuestra parte.



5
De: Electroduende Osborn Fecha: 2010-12-09 14:26

Ahora que lo pienso, estaba buceando por la red buscando nuevas lecturas de ciencia ficción. Ayer terminé Farenheit 451 y me pareció como muy de afcionado. Quizá el culpable soy yo. Pero es que luego me puse con LAs estrellas mi destino y me emocioné tanto con él que no fui capaz de irme a dormir hasta que lo acabé. De hecho no he dormido xD

Son así de malo y bueno o soy yo que me he vuelto loco? Porque del segundo libro me decían pestes.

Ya puestos, que estoy buscando material nuevo para leer... que joyitas de la ci-fi poco usuales andan por ahi para hincarles el dientecillo? que echo de menos el emocionarme a tutiplen y acudir a maestros como Orwell me ha dormido un poco... ya no se que pensar de mis propios gustos :S



6
De: Mirbos Fecha: 2010-12-11 20:12

Hombre, no gustarte Farenheit 451 ya es un pecado. De las estrellas, mi destino, solo se que en realidad se llama tiger! tiger! y que influyó a Gibson para crear Neuromante, base del cyberpunk.



7
De: Darkmon Fecha: 2010-12-13 00:41

Pues a mí Farenheit 451 tampoco me pareció gran cosa. No sé si está sobrevalorado o es cosa mía, pero opino igualito que Electroduende: parece un libro muy verde. Este verano comencé a leer El hombre ilustrado y estuve cerca de dejármelo por la mitad. Muy irregular. Crónicas marcianas sí me gustó cuando lo leí con diecinueve años; ahora no sé si me convencería.

Electroduende, yo te recomiendo Hyperion, de Dan Simmons. Para mí, la mejor novela de cifi que ha sido escrita jamás (bueno, en realidad son dos). Y, por supuesto, también te recomiendo el producto nacional, que de verdad que no desmerece en absoluto el foráneo. Lee a César Mallorquí, Jose Antonio Cotrina o Rafael Marín, y flipa.



8
De: Ivan Gil Fecha: 2010-12-19 16:17

Es una lastima que la serie 12 no esté por todas partes...no todos los numeros han sido de mi gusto, pero en todos he sentido esa afinidad que solo puede sentir aquel que esta haciendo ahora su primer album(un servidor) historico y sobre Napoleon. A mi curiosamente el guionista me dejaba muchas viñetas mudas para no ocultar mi dibujo, pero yo soy de los que quiero texto. Por que en comic, el texto es sonido, y el sonido es vida. Pero es solo mi gusto personal. Me encantan las pocas muestras del dibujante y la colorista que has puesto en el post, me dan envidia sana, por que yo no he podido/sabido alejarme de cierto clasicismo, o realismo, por cobardía.
por si quieres echar un vistazo:
http://4.bp.blogspot.com/_Us0nUMMTPJQ/TPjsVJK79FI/AAAAAAAAABk/iPvPlzGbtxo/s1600/pagina+26+MED+RES+.jpg

saludos,