Este fin de semana pasado, allá en el Imperio, han celebrado el Día de Acción de Gracias, esa especie de redundante Navidad antes de la Navidad donde las familias se reúnen a comer y pelearse y conmemorar el pavo que los nativos indios ofrecieron a los primeros colonos antes de que éstos les dieran la del pulpo. Es también, uno de los fines de semana más moviditos en cuanto a viajes, ya que todo el mundo vuelve a casa para estar con los suyos.
Y ha surgido, estos días, la protesta. Lo mismo que en Irlanda o en Francia están que trinan, o los estudiantes universitarios ingleses se han cabreado un mucho con las medidas de recorte que aplican los conservadores a quienes votan (la democracia tiene esos contrasentidos), en los Estados Unidos de América ha empezado, y yo diría que por fin, la protesta por la mala manera en que se trata al personal que viaja en los aeropuertos.
La guinda han terminado de ponerla las cámaras infrarrojas que, como las gafas aquellas que se anunciaban en la publicidad de los tebeos de los años sesenta, permiten ver al personal tal como lo trajo su madre al mundo, solo que con celulitis y algún kilo de más, y naturalmente sin metralletas por dentro de los gayumbos ni granadas de mano en la tirilla del wonder-bra. El personal se ha cabreado, y con razón, entre otras cosas porque el cuerpo de cada uno es de cada uno, la intimidad de cada uno es de cada cual, y ellos se toman muy en serio aquello de la quinta enmienda y la duda razonable: hay que demostrar que eres culpable mientras no se demuestre lo contrario, y por desgracia las medidas que se están tomando en los aeropuertos de todo el mundo se basan precisamente en la presunción de que todo el mundo esconde un peligroso fanático. Justos por pecadores, si quieren ustedes. Sospechoso de todo por nada.
Hemos visto en la tele a la policía de los aeropuertos americanos obligando a descamisarse a un chiquillo de siete u ocho años. A la menor protesta, te quedas sin viajar. Incluso una señorita, en protesta, acabó por pasar en bikini por el sensor de metales.
Y es que está muy bien proteger al ciudadano, y combatir al terrorismo. Pero si tenemos que renunciar a nuestras libertades y adoptar medidas cuanto menos discutibles, muy en plan Gestapo, entonces es que el terrorismo, haciendo honor a su nombre, ya nos ha ganado la batalla. La democracia, que es de todos, no debería ceder al chantaje de unos pocos haciendo chantaje a todos.
Publicado en La Voz de Cádiz el 29-11-2010
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