No soy nada futbolero, pero cáspita, qué difícil es mantenerse hoy al margen de todo lo que ocurre en este deporte. Los que somos marxistas pero de Groucho ya decíamos hace treinta años que el opio del pueblo, en todo caso, era el fútbol, y por eso huíamos despavoridos incluso cuando España le endilgó aquellos cientos o miles de goles a un equipito de poca monta como era Malta. Éramos unos progres muy serios, lo crean ustedes o no lo crean.
Pero hete aquí que la democracia se consolida, nos hacen mejores hospitales y mejores carreteras, nos llegan las muchas cadenas de televisión (todas iguales y a deshora, pero bueno), y el deporte rey, pese a la competencia de otros deportes (algunos dinámicos como el baloncesto y otros incomprensibles, como la Fórmula 1), dice que de ahí no se mueve y no sólo lo tenemos hasta en la sopa los fines de semana, sino incluso los miércoles y hasta los lunes. Menos mal que alguien de nuestra cuerda inventó el mando a distancia.
Y claro, que me perdonen los periodistas deportivos, algunos de los cuales son amigos y todo, pero si a mí me cuesta encontrar temas para escribir semanalmente estas líneas, un misterio insondable es cómo se pueden rellenar diariamente páginas y páginas de periódicos de la cosa, independientemente de que pongan a una señorita en tanga en la página final, a la usanza de los tabloides ingleses, o de que haya entrenadores bocazas que den carnaza cada dos por tres.
En la tele, el deporte se ha convertido en el nuevo Tomate. No interesan tanto los resultados, las moviolas, las estrategias o las pifias de los árbitros sino el morreo que se pueda dar una parejita anónima en la grada, el borrachuzo que enseña el trasero en medio de una goleada, los cientos de chicles (esperemos que sin azúcar) que se zampa el simpatiquísimo míster merengue o cuántas novias tiene el geyperman de la liga. De locos. Cualquier tontería sirve para llenar minutos (porque, eso sí, siempre dan las noticias “después de la publicidad” o “en unos minutos”) y tener entretenido al respetable.
Y encima esos entrenadores eternamente cabreados que, en vez de comprender que tienen todos los motivos del mundo para ser felices y estar satisfechos consigo mismos, van por la vida con cara de vinagre y en algún caso arengando a las masas o cachondeándose vilmente del contrario.
Imposible escapar a su influencia mediática, ya digo. Ni aunque no nos guste el fútbol. Aquí me tienen, escribiendo del tema yo mismo.
Publicado en La Voz de Cádiz el 23-11-2010
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