¿Qué hará solo ese andaluz
Del otro lado del río?
Rafael Alberti, Balada del Andaluz perdido.
Míralo el lacio, cómo venía, dejando un rastro que se notaba a la legua y con la tranquilidad de quien da un paseo por un parque. Un señoritingo, sin duda. De esos que aparecían por los pueblos con una libreta donde apuntaban leyendas y canciones o, peor todavía, dibujaban con carboncillo eso que llamaban estampas típicas: la gitana bailando, el bandolero a caballo, las niñas jugando a la vera del pozo y las majas en la reja, esperando que llegara el amor al trote. Nunca, claro, había visto Juan el Corto que nadie dibujara la miseria, las horas de solana por dos cuartos, las mujeres marchitadas, los hombres doblegados, la injusticia. Tampoco estaba seguro de que saberlo lejos de aquí fuera a importarle a nadie: cómo iba a importar, si así era el mundo desde el principio del mundo, y así iba a serlo hasta que el mundo se terminara: unos a un lado, los demás a otro, y aquí paz y luego gloria, al cielo los justos si existía un cielo, al infierno de cabeza todos los demás, que seguro que arriba o abajo había quien tenía sitio de preferencia para tocar la lira entre los ángeles o la plata suficiente para que los demonios encargados de avivar las calderas hicieran por ellos la vista gorda. El mundo estaba hecho de esa forma, y ni se pasaba por la cabeza de nadie que hubiera posibilidades de cambiarlo. En todo caso, cada uno tenía que quebrar la baraja a su avío, y si no quería pasar por el aro quedaban pocas opciones, el garrote vil o la cuerda de presos, la plaza pública o la mazmorra de por vida. O la muerte bajo el cielo raso, como Juan el Corto sabía que sería su muerte si algún día se le desbarataba la suerte, como se les había ido desbaratando, uno por uno, a los hombres de la partida.
El señoritingo brillaba a la luz como un mensaje de espejos, transmitiendo su posición para quien supiera verlo. Llevaba lentes y alzaba de tanto en tanto la cabeza, resoplando, o calculando la hora, alertando sin darse cuenta del camino que venía siguiendo. Tampoco montaba cómodo la mula blanca, otro indicativo de que no estaba en su elemento. Quizá había visto, quién lo sabía, aquellas láminas al carboncillo que habían dibujado otros señoritingos antes que él, donde los serranos de vestimenta impecable eran jinetes de alazanes blancos, animales de plata que aquí en el monte eran igual de traicioneros que una hoja de faca en la espalda, porque te hacían destacar contra el terreno como una mancha de aceite en una palangana de agua.
¿Qué sería, un franchute? ¿O uno de esos ingleses que hablaban encogiendo los hombros y parpadeando como los búhos, estudiantes que seguro que luego en su tierra se las daban de sabios por las cosas que en sus viajes aprendían cuando no se enteraban de la misa la media? No, no podía ser un inglés: era gordezuelo y bajito; todos los ingleses que el Corto había visto, lo menos tres, eran flacos y larguiruchos, de esos que parece que pueden romperse como un arbolillo fino si no tienen cuidado con dónde ponen los pies cuando alargan el paso. Tampoco parecía francés: no es que no tuviera, como los franceses, cara de tonto, ni tampoco de hijo de puta, como había visto a tantos, pero venía solo, y los franceses no patrullaban solos ni aunque se hubieran bebido la mitad de lo que se bebía su rey Pepe Botella, y además el señoritingo no vestía de uniforme. Quizá fuera un mensajero, o un espía, aunque entonces quien lo había enviado era tan inútil como él parecía, porque con aquella forma de cabalgar la mula, y los anteojos señalando su posición, y la de veces que había pasado por el mismo sitio, iba a faltarles tiempo a los gabachos para descubrirlo y quitarle los despachos, si despachos llevaba, y dejarlo tendido a un lado del camino con un tiro entre los ojos.
Si era francés o inglés, era un enemigo. Si no lo era, entonces pronto estaría muerto. Un necio. Un despilfarro de mula, de abrigo, de bolsa y de botas. Juan el Corto le estudió los pies. Demasiado chicos, como ya esperaba. Pero tal vez podría cambiar aquellas botas por una jarra de clarete en lo de Frascuelo, suponiendo que los franceses no le hubieran prendido fuego como habían hecho con la posada de Maruja la tornera y la casa de postas de Miguel el Rubio.
No se andaban con chiquitas, los gabachos, bien lo sabía él, bien lo notaba la sangre que le chorreaba por la pierna. Se lo decía Farruco, el de Morón, que había nacido con suerte, si suerte podía ser tener de bolas de hierro cosido el muslo y haber sido el único de la partida que había podido contarla, aunque fuera al viento, después de aquel tiroteo a ciegas donde los trabucos y las navajas no pudieron hacer nada contra los fusiles de los soldados enemigos. Vestían como figurines, con sus morriones y sus guerreras de colores y sus galones de oro, pero eran duros, los hijos de puta.
Sólo quedaba él ahora de la banda de Farruco el de Morón, sólo Juan el Corto de los once hombres desesperados que se habían echado al monte y que de pronto se habían visto, sin comerlo ni beberlo, luchando contra un invasor extranjero para defender una tierra que nunca había sido suya, ni jamás iba a serlo. Una cruel paradoja: los bandoleros se habían convertido en guerrilleros y, si como bandoleros habían sido capaces de sobrevivir en la sierra, como guerrilleros les habían dado caza a la primera de cambio. Eran duros, los franceses, no cabía duda.
Ajustó el peso en la silla de montar, cuidando de que no volviera a abrírsele la herida. También él sabía ser duro: la suerte no existe si no te la ganas a pulso. Necesitaba un matasanos que le arrancara los hierros de la pierna, y para buscar uno tendría que seguir sorteando las patrullas francesas, que vaya usted a saber por qué de un par de días para acá parecían estar congregándose por esta zona, como si fueran a asistir todos ellos a un baile o un entierro. Torció el gesto: ya se encargaría él de que el entierro no fuera el suyo.
Y este señoritingo de la mula blanca y los lentes como espejos iba a ser, lo quisiera o no, su salvoconducto. Su caballo no podía compararse a aquella mula renca que se paraba cada dos por tres porque el jinete no la guiaba bien, pero le vendría de perlas para dejarlo refrescar y, con suerte, estar mañana por la tarde en Arcos, llamando a la puerta de don Damián, que aunque fuera afrancesado no pondría reparos, estaba seguro, ante un puñado de monedas de oro o, en el peor de los casos, ante la amenaza de una navaja o un trabuco a dos palmos de los ojos.
Fue dicho y hecho: espoleó al Centella, sintiendo el picotazo de la pierna correrle hasta el estómago, y el caballo avanzó al trote, casi en silencio, tan acostumbrado como él a estos acosos. Habría sido un buen caballo para alancear toros, si la suerte del Corto hubiera sido de verdad y hubiera podido pisar los ruedos con los que soñó una sola noche cuando era niño, pero tampoco podía quejarse, porque si no lo hubiera robado hacía ya para tres años quién sabe si ahora no estaría sirviendo de monta a un francés maloliente o, peor todavía, se habría visto reducido a acompañar a señoritas de paseo.
Volver a las andadas, a eso le supo, salir de entre los pinos y encañonar al señoritingo y ordenarle con tres gritos que bajara de la mula y vaciara los bolsillos. Quizá es que había nacido para esto, no para el toro ni para la guerra: para convertirse en el alguacil que controlaba los caminos porque nadie tenía derecho a reclamarles lo que por nacimiento era suyo: ni de condes, ni de alcaldes, ni de mayorales ni señoritingos. Suyo porque era complemento de la tierra misma, y la tierra de él, como no se entiende un jinete sin caballo, ni un arroyo sin lluvia.
El señorito era joven, forastero, más acostumbrado a la ciudad y los bailes y los libros que al monte y el esfuerzo: de una ojeada le vio las manos, magulladas por el cuero de las riendas, la ropa incomodada por el viaje, la barba que aún no le había crecido continua y ahora le estropeaba aquel rostro de niño que nunca ha conocido más que las verdades amables del mundo. De un rápido vistazo comprobó que llevaba dinero en las alforjas, menos mal, y algo de fruta y comida para un viaje largo, y documentos y libros que Juan el Corto no sabía leer, ni falta que le hacía para ser guardián de estos cerros.
No se atrevió a descerrajarle un tiro, ni le vinieron ganas de desmontar del Centella y abrirle el costado con un picotazo de la faca: a fin de cuentas, aunque balbuceaba, el señoritingo era español, y en todas las tascas y fondas y clanes de la sierra se decía que ahora estaban todos los españoles unidos contra los invasores venidos de la lejana Francia. Un tiro habría alertado a las patrullas francesas, se convenció. Desmontar del caballo y volver a montar sería un esfuerzo demasiado inquietante para su muslo acribillado.
Partió en menos de cinco minutos, culminado el golpe: la mula blanca, los dineros, las botas y un abrigo. No le hacían falta para nada los libros ni los documentos, y aunque tenía curiosidad por ver qué cara le hacía ponerse los anteojos y aparecer de esa guisa por la habitación de Concha Valdés una noche futura, algo le dijo que sin aquellos cristales delante de los ojos el señoritingo iba a acabar despeñándose en cualquier desfiladero, porque seguro que no veía tres en un burro.
Lo dejó allí, con las manos todavía en alto y aspecto abatido, a su suerte, también buena, puesto que había conservado la vida. Descalzo, eso sí, que Juan el Corto no era un santo, ni había pretendido serlo nunca. Y sin comida, pero el monte siempre provee. Tal vez fuera capaz de encender un fuego con todos aquellos papelajos que llevaba en el coleto.
Comprendió, apenas se alejó quinientas yardas, que la mula era terca como una mujer celosa, porque se negó en seguida a seguir el trote del Centella, que se ponía nervioso por su presencia, como si tampoco él soportara los aspavientos superiores de un animal que había nacido para ser esclavo y no para campar libre entre pinares y olivos.
Un par de horas más tarde tuvo que darla por imposible y decidir que, puesto que el queso y el pan que el señoritingo llevaba en las alforjas tenían buena pinta, más le valía descansar, darle reposo a la herida del muslo y a la espalda lastimada, dejar que el Centella mordisqueara la hierba e hiciera al fin migas con la mula blanca, si se le apetecía. Cuando bajó del caballo, notó que la sangre caliente le corría otra vez por dentro del pantalón, anegando la bota curtida.
Se atendió como pudo. La mala suerte era que las balas no le habían atravesado el muslo, pero al menos no le habían quebrado el hueso, o eso se le antojaba. La comezón del dolor le intranquilizaba: sabía que tarde o temprano se lo comería la fiebre y luego vendría la gangrena para recordarle que nadie está a salvo de los caprichos del destino.
No podía mover los dedos del pie, y aunque la idea de volver a calzarse la bota ensangrentada no le hacía demasiada gracia, tampoco pudo ponerse las botas que le había robado al señoritingo: eran, como había imaginado, demasiado pequeñas para su pie en estado normal, imposibles ahora que el tobillo empezaba a hincharse. Las dejó a un lado. A la pata coja, apretando los dientes, echó mano a las alforjas y sacó de ellas el pan, el queso, una bota medio vacía que contenía sólo agua, no vino, mala suerte.
Rebuscó entonces en la otra alforja, por ver si había cecina o algún tomate o algo de ajo que le ayudaran a aliviar la insipidez del pan, pero lo que encontró lo llenó de sorpresa, pues se esperaba cualquier cosa de aquel señoritingo menos lo que le reveló el contenido del macuto: unos hábitos negros y una pechera blanca, y una de esas gorritas negras que se ponen los curas en la cabeza, para tapar ese círculo que se hacen en la coronilla, que si fueran calvos, como se estaba quedando Juan el Corto por esa parte mismamente, no le haría ninguna gracia.
Un cura, lo que había que ver. Un cura perdido en la sierra, como un caracol en la nieve. La suerte le había dado para escapar de las patrullas gabachas, de ahí los hábitos guardados en el flanco de la mula, pero no para evitar que un español como Juan el Corto lo dejara limpio. Y qué más le daba a él: merecido lo tendría, sin duda. Como tantos curas se merecen cosas malas. Aunque este fuera solamente un chiquillo y estuviera perdido.
Lo encontró dos horas más tarde, más cerca de donde tendría que haber llegado a pie, descansando y resoplando a la sombra de un algarrobo. Tenía valor, desde luego: había echado a andar y había hecho un buen trecho, aunque seguro que seguía sin saber adónde iba.
El golpe de las dos botas contra el suelo, a la derecha del muchacho, sobresaltó al mosén.
––Me están chicas –dijo Juan el Corto, sin más introducción, desde lo alto del Centella, el trabuco al hombro.
––Pues no tengo otras –respondió el curita, con una mezcla de desparpajo y de fastidio.
––Póntelas y monta. Temí que fueras a encender fuego y los franchutes te vieran. Están ahí al lado, bajando ese barranco.
––No puedo hacer fuego. Te llevaste la yesca y la mula.
––Y unos hábitos negros –escupió el bandolero mientras el muchacho se calzaba las botas sentado en el suelo––. ¿Eres cura? No me extraña que los gabachos te persigan. Menudos son esos. ¿Qué haces por aquí? En la Sierra no hay iglesias, ni vamos a misa.
El muchacho se puso en pie, sacudiéndose el polvo de la levita y los pantalones. Cuando agachó un momento la cabeza, el bandolero vio que el pelo le había crecido allá donde quizá se lo hubiera rapado hacía algún tiempo.
––Voy a la Isla de León.
El bandolero hizo una mueca y le tendió las riendas de la mula. Más con dificultad que con cansancio, el muchacho montó.
––Tampoco tenemos islas. ¿Podrás controlar la mula o te caerás?
––Procuraré no caerme.
––Pues arreando.
El Centella, firme bajo la mano firme, se volvió hacia la trocha y la mula blanca, reencontrada con un dueño a quien ahora parecía apreciar, cuando tanta resistencia le había opuesto en el llano, la siguió.
––¿Cómo te llamas, mosén?
––Leandro Fernández de Moraleda. ¿Quién eres tú?
––A mí me dicen Juan el Corto.
––El Corto.
––Por la altura.
––¿Eres un bandolero?
Juan el Corto miró al muchacho, sin saber si se estaba burlando de él o no, porque su estampa era evidente, o al menos era evidente para él mismo, que se había pasado década y media viviendo entre hombres ataviados igual que él, o sea, de cualquier manera, ropa de abrigo para el frío y de refresco para el verano al mismo tiempo, la manta al hombro, las botas que no siempre estaban anegadas de sangre, la faja con la navaja y las pistolas, la montera y su pañuelo, el tabaco y el trabuco.
––Tendría que seguir siéndolo –contestó por fin––. Desde que nos metimos a guerrilleros se nos ha puesto chunga la cosa.
El curita señaló la pierna, roja intensa ahora contra el negro azabache del flanco del Centella.
––Estás herido.
––Y como no te calles y me sigas sin rechistar pronto estaremos los dos muertos. Ya te digo que la patrulla francesa anda acampada por aquí cerca, junto al arroyo. Si nos capturan a los dos, me da que tendrán motivos dobles para irse de fiesta.
Las monturas bajaron la pendiente, hasta hacerse una sola figura con el terreno. Cuando llegaron al fondo de la cañada, ya era de noche, y el sonido de los búhos los recibió como un comité de bienvenida a otro mundo de sigilos y silencios. Con mucho esfuerzo, el bandolero desmontó, se arrodilló en el suelo y cubrió los cascos del caballo con tela y arena. Vacilando en la oscuridad, Leandro hizo lo mismo. Embozados y sin hacer ruido, continuaron la marcha, renqueando uno, tropezando el otro.
Los franceses se habían apostado a la vera del arroyo. Despreciando el peligro, quizá porque se sabían dueños del mundo, habían encendido una hoguera y a la lumbre asaban conejos y bebían vino. Los caballos pastaban tranquilos riachuelo abajo, custodiados por dos hombres de morrión torcido y bigote recto. Se escuchaban risas y palabras ininteligibles, al menos por la parte que le tocaba a Juan el Corto. Luego, conforme fueron dejando el recodo atrás, la tropa de invasores se fue convirtiendo en un recuerdo.
No se atrevieron a hablar hasta que estuvieron de nuevo en el bosque. Montaron después de comprobar el torniquete en la pierna de Juan el Corto, y serpentearon entre los pinos, intentando evitar que la trocha les sirviera tanto a ellos para poner tierra de por medio como a los franceses para quitársela. Al amanecer, encontraron refugio en una cueva y allí durmieron cuatro horas, sin fuego. Dando por hecho que los franceses habían continuado hacia el este, el bandolero rehízo sus pasos y continuó hacia Arcos desviándose del camino.
––¿Cómo es que has vuelto a por mí, Juan el Corto? –preguntó el muchacho, incapaz de cabalgar en silencio, como era incapaz de hacerlo sin llamar la atención de quien no convenía––. ¿Temes que Dios te castigue por haber asaltado a un cura?
El bandolero se giró en la grupa y miró de arriba abajo al curita antes de contestarle con una sonrisa torcida que afeó su rostro como si le hubieran abierto un tajo entre la carne y el pelo.
––Dios tendrá que castigar a mucha gente antes que a mí por robarte una mierda de mula blanca que se ve a la legua, mosén. Y a mí mismo por otros muchos pecados más importantes.
––Siempre estás a tiempo de confesarte.
––Ya sabía yo que acabarías saliendo con eso –Juan el Corto hizo una mueca––. Estoy herido, ya lo has visto. Y me duele, no sé si se me nota. Si aparezco por Arcos o por Medina con esta pinta, no tardarán ni dos minutos en entregarme a los franchutes. Cualquiera sabe cuántos duros de plata pagarán por mi cabeza a estas alturas. Pero si llevo a un cura…
Leandro detuvo la mula blanca. O hizo ademán de hacerlo. La mula continuó adelante, como si tuviera prisa por librarse de su peso y llegar cuanto antes a algún lugar donde poder beber agua fresca y comer hierba dulce.
––Pero yo no voy a Arcos, ni conozco a nadie en Medina. Voy a la Isla.
El bandolero escupió a un lado del camino.
––Demasiado lejos para mí, la Isla. ¿Qué te espera allí? ¿Van a ordenarte o algo?
––Voy a las Cortes. Soy diputado.
––¿Las Cortes? ¿Cosas de curas?
––Cosas de españoles. De patriotas. Como tú.
––Yo no soy ningún patriota, mosén.
––¿No luchas contra los franceses, Juan el Corto?
––Porque han invadido mi territorio. No te confundas. También me he pasado la vida luchando contra los hombres del rey. Y contra los hombres de los señoritos. Y entonces no me llamaba patriota nadie, mosén. Me llamaban bandido.
El diputado se quitó los lentes, los frotó contra la manga de su levita. No pareció importarle que el gesto los hubiera llenado de más polvo. Se los volvió a poner y miró parpadeando al bandolero, como si lo viera por primera vez desde una luz nueva.
––El pasado pasado está, Juan el Corto. Ahora luchas contra quien luchas.
––Al paso que vamos, mosén, di más bien que lucho contra quien me mata. ¿Dónde se ha visto un bandolero solo?
El Centella, como si hubiera notado la sangre de su jinete romper de nuevo en su flanco, redujo el paso al pasar por una vega. Un buitre volaba en lo alto, solo también, un guerrillero él mismo enfrentado a un mundo que lo perseguía porque no quería comprenderlo. Juan el Corto fingió no verlo.
––El pasado no me deja vivir tranquilo el presente, mosén. No me ha dejado nunca. Tú deberías entenderlo bien: pago en esta vida por mis pecados. Lo que otros no pagan. Ni pagarán nunca. Los hombres como yo nunca comeremos sopa con una cuchara de plata.
––¿Quién dice eso?
––¿Quién necesitas que te lo diga, mosén? ¿No salta a la vista? ¿De dónde has salido que no sabes esas cosas? Yo creía que vendrían en los libros.
El curita bajó abochornado la cabeza ante el comentario de aquel campesino armado. Su experiencia de la vida, ciertamente, no podía compararse con la vida de este hombre, aislado del mundo y hecho a los caminos. Pero tampoco él había vivido entre algodones, aunque quizá no merecía la pena decirlo aquí y ahora.
––Quizá sea hora de cambiar todo eso.
––Sí, eso me han dicho. Que vaya a Cádiz, o a Huelva, que está aún más lejos, y me suba a un barco, hasta pagando, y no pare hasta cruzar la mar y llegar a América. Tengo mis dudas –añadió socarrón el bandolero––. No sé si estaría mejor en Cuba o en la Argentina.
––Es posible que para cambiar todo eso, Juan el Corto, no haya que hacer ni más ni menos que lo que estás haciendo.
––¿Desangrarme por la pata abajo? –Juan el Corto alzó dos dedos tras pasarlos por la pierna. La sangre era tan roja que parecía de caramelo.
––Luchar contra los franceses –afirmó el curita, parpadeando.
––Menudo ejército de un solo hombre que estoy hecho.
––No luchas tú solo.
––Ya. No sabía que podía contar contigo, mosén.
––Yo lucho también, pero a mi modo.
––¿Escondiendo los hábitos para que los franceses no te peguen dos tiros en cualquier camino?
––Escondiendo los hábitos para llegar a la Isla de León y celebrar las Cortes que el Rey ha ordenado.
––¿De qué rey hablas? ¿Del francés hermano de Bonaparte? ¿Ese al que llaman Pepe Botella? ¿O del que se ha dejado hacer prisionero y está en Francia?
––De don Fernando, claro –contestó Leandro, irguiéndose en la montura, incapaz de no hablar como si estuviera predicando––. De don Fernando VII. De nuestro rey legítimo, Juan. No creas que me gusta la guerra más que a ti. Pero entre unos y otros tenemos que expulsar al francés. Y traer a don Fernando de vuelta. Sin rey, no tenemos quien nos dirija en esta guerra contra los franceses. Ni después, cuando la guerra se termine.
––Si es que termina.
––¿Te da lo mismo Pepe Botella que don Fernando?
––El problema es que soy yo quien le da lo mismo a cualquiera de ellos, mosén. Me persiguieron unos uniformes cuando era bandolero y me persiguen otros uniformes ahora que me he quedado solo y me dicen guerrillero.
Juan el Corto hizo un gesto, incluyendo los árboles, el riachuelo, los montes y la tierra, incluso el buitre que continuaba colgado de una nube en el cielo.
––No existo más allá de estos montes.
––Para eso nos vamos a reunir en Cortes, Juan. Para enderezar España. Para que nadie más que los españoles, y su rey, decidan su destino.
––Bonitas palabras, mosén. Se nota que no te han perseguido toda la vida.
––¿Qué sabrás tú?
––Si no me lo dices, sólo lo que aquí veo. Un chiquillo perdido en una mula blanca que no sabe llegar a la Isla y que cuando habla de un rey prisionero parece que habla del mismo Dios. Me da que no merece la pena hacerte caso.
El muchacho detuvo la mula. Lo hizo con fuerza, de un tirón seco de las riendas, un gesto tan extraño en él, que el animal se paró en seco. El Centella, como atento a la conversación entre los dos hombres, cabrioló y levantó una pata.
––¿Crees que no? –espetó Leandro––. Vengo de Lérida. Llevo tanto tiempo viajando que ni sé a qué día vivo. Me han disparado, fumigado, he escapado de piratas y un naufragio. Los franceses me persiguen. Por mis hábitos, hay quien recela, incluso entre mis compatriotas. Quienes venían conmigo han enfermado o han muerto Yo también me he quedado solo.
––Y vas a la Isla –comentó Juan el Corto, como si aquello lo resumiera todo, aunque ni la Isla ni lo que en la Isla pudiera esperar al curita eran nada que le importase.
––Voy a la Isla a oponerme a los franceses, y a cumplir la voluntad del rey, para cuando vuelva de la cárcel en Francia. Ya se habla de hacer nuevas leyes. Y de redactar una Constitución propia, no esa que nos quiere imponer Pepe Botella. Para que no tengan que perseguirte, Juan el Corto, por ser un hombre de estos montes. Ni a mí por ser un cura.
El bandolero echó un trago a la bota de vino. Se la tendió al muchacho, que la aceptó de buen grado. El calor y el polvo se les había pegado a ambos al paladar, más que los discursos.
––Palabras –dijo––. Duran menos que esas flores que viven y mueren un solo día por primavera.
––De nosotros depende que otras palabras florezcan.
––No sabía que además de santurrón fueras poeta.
Leandro se ruborizó.
––Hago mis pinitos. Tantas horas cabalgando solo te llenan la cabeza de ideales.
––Habla por ti. Yo sólo noto que de vez en cuando me gruñe la barriga. Y que sigo perdiendo sangre por esta maldita pierna.
Una hora más tarde hicieron de nuevo un alto. Como seguían sin atreverse a encender fuego, y como el queso y el vino ya se habían agotado hacía rato, el bandolero decidió recurrir a la naturaleza. Para Juan el Corto, postrado, fue fácil instruir al curita para que echara mano de unos cuantos higos chumbos, pero al otro le costó lo suyo cogerlos. Pero era pincharse o pasar hambre, y después de un buen rato de quejas por parte de uno, y de risas por parte del otro, tendieron sobre una manta docena y media de higos que Juan el Corto fue pelando mientras el joven diputado gemía y trataba de quitarse las púas que se había clavado en las manos.
––Malditas espinas. ¡Hasta el cuero del guante traspasan!
––Pues no te puedes imaginar lo que son las balas, mosén –rió el bandolero, mientras con tres tajos precisos de la faca abría la cáscara del fruto y revelaba un barrilito verde y jugoso––. Méate encima.
––¿De los higos?
––Entonces te los vas a comer tú solo. De las manos, mosén. Para que las heridas cierren. Te escocerá como no te ha escocido nada en la vida, pero dentro de un rato estarás como nuevo.
––Qué asco.
––Los remedios del campo son los remedios del campo. Allá tienes el arroyo, por si después te quieres lavar las manos. Me da que eres de natural escrupuloso.
Leandro no supo si el bandolero se estaba riendo otra vez a su costa o no, pero el dolor era tan insoportable que decidió hacerle caso. Cohibido, como las otras veces que había orinado a lo largo del viaje, se apartó unos metros, se bajó el calzón, y roció de líquido caliente las manos enrojecidas. En una cosa tenía razón al menos Juan el Corto: los dedos le escocieron como no creía que pudieran escocer. Pero después sintió algo de alivio.
––Lástima no poderme orinar yo también encima de esta pierna –se quejó Juan el Corto cuando el diputado regresó a su lado y lo acompañó en el festín de higos chumbos––. Está mal que te lo diga, ya que eres tan patriota, mosén, pero los franchutes tienen mejor puntería que los soldados del rey. Hasta ahora, nunca me habían alcanzado sus balas. Será el progreso.
––Seguro que en las Cortes se pone remedio a todo eso y de aquí a veinte años no queda un solo bandolero en Sierra Morena. En el fondo, hay mucho que aprender de los franceses.
––Lo habrá. Pero dicen que quitaron de en medio a un rey y al final, ¿qué tienen? Un emperador. Bonaparte.
––A nosotros no nos pasará eso. No será necesario. Nuestro rey don Fernando es un hombre de bien. Y de palabra. Ha llegado el momento de, sin los franceses, modernizar España y conseguir al mismo tiempo que España siga siendo España.
––Eres un idealista, mosén. El halcón siempre será un halcón, y la rata siempre será una rata.
––Sólo Dios es inmutable y eterno.
––También son eternas estas piedras. Y nuestra hambre. Mira, mosén, tú dirás que de esto yo no entiendo, pero las cosas van a seguir siendo igual que han sido siempre. Para unos, la moneda siempre caerá de cara. En la partida decidimos liarnos la manta a la cabeza y atacar a los franceses por lo que hicieron en la posada de Maruja la tornera y la casa de postas de Miguel el Rubio. Cuando esta guerra se termine, mosén, los que sobrevivamos seguiremos siendo bandidos.
––Te aseguro que don Fernando no olvidará a los que luchan por su causa. Palabra de rey, palabra de ley.
––Cuando llegues a la Isla, mosén, y resuelvas tus leyes y tus asuntos, pregúntate a quién se puede llamar mejor bandolero.
––Siempre es bueno tener sueños, Juan el Corto.
––Quizá. Pero los sueños de un hombre suelen ser las pesadillas de otro. Montemos a caballo ahora. Algo ha espantado al buitre que nos sigue desde esta mañana. Vámonos de aquí, no vaya a ser que no puedas llegar a esas Cortes que van a cambiar España.
Con esfuerzo cada vez más grande, aceptando a regañadientes la ayuda del joven diputado, Juan el Corto volvió a montar al Centella. Se agarró a las riendas para no caer, incapaz ya de hacer presión con el muslo herido sobre el flanco de la bestia. Leandro se entretuvo aún en dispersar a patadas tras los matorrales los restos de los higos chumbos y sus malditas púas, en un gesto ingenuo para no dejar rastro, y todavía tuvo que enfrentarse a la terca mula blanca para que arrancara a andar y no se quedara allí mirando su reflejo en la charca.
Dejaron la conversación, porque cuando la vida peligra cuentan menos las palabras que los actos. El Centella subía las lomas con la pericia de quien se interna en terreno conocido, oliendo en su amo el peligro y deseoso de salir al trote, libre como el viento, como hacían ambos tantas veces después de un golpe o cuando corrían de regreso a las tabernas. Pero ahora Juan el Corto lo frenaba, tensa la zurda contra la correa de cuero, sin darle al animal la posibilidad de hacer honor a su nombre y plantar un reguero de espuelas en la tarde que caía. Dejar al caballo a su aire significaría dejar vendida a la mula y al diputado.
Remontaron la loma. Como dos puntos de piel y tela cruzaron el llano, sin poder seguir subiendo ni atreverse a retroceder de nuevo hacia la montaña. Ahora sí corrió el Centella, y contagiada de su miedo la mula blanca no quiso perderle la cola. Los cascos de los animales resonaban como relámpagos sobre la tierra pedregosa, espantando a las culebras y llamando a silencio a los pájaros. El bosque, tras la siguiente loma. La libertad, algo más abajo.
Entre el tronar de la cabalgada, un trueno nuevo que hizo eco en el cielo y terminó en un chapoteo rojo. Otros dos más, pero estos no los alcanzaron. Juan el Corto se dobló en la silla, y ese gesto al recibir la herida le salvó de recibir la otra pareja de balas que le habían salido al cuerpo. Los franceses los habían encontrado.
Agarrado a la rienda con la mano zurda, apretando los dientes y bizqueando los ojos, Juan el Corto se volvió en la silla y lanzó un tiro inocuo hacia detrás, sabiendo que a nadie iba a darle, pero decidido a hacerles ver a los gabachos que iba a venderles cara la derrota. El suelo temblaba bajo los cascos de dos docenas de jinetes que bajaban de la loma y cruzaban la llanura intentando alcanzarlos. Al girarse a mirarlos, Leandro Fernández vio los uniformes azules, los sables de plata, los fusiles que temblando disparaban balas que no llegaban a ninguna parte.
––¡Al abrigo de las rocas, rápido!
El Centella trepó la pendiente con la experiencia de quien entiende del ruido de los trabucos y el rebote del acero contra el pedernal. Sin el animal, a pie, Juan no habría podido hacerlo: ya no le quedaba fuerza en aquella pierna que se le había empezado a morir hacía un buen rato.
Otro disparo negro, y otro agujero en la carne del bandolero. El Centella volteó, siguiendo la orden precisa de la mano sangrante, y Juan el Corto rodó a tierra, como una tela rellena de otra tela. Dejando una marca de sangre en el polvo, se puso a cubierto tras una roca blanca que en seguida se manchó de rojo y cargó el trabuco y disparó un tiro que desmontó certero a un francés cuando lo alcanzó en los bigotes. Aterrado, Leandro sólo pudo ponerse a cubierto tras otra roca blanca y ver cómo la patrulla francesa, al eco de los disparos, se desplegaba como un abanico para no recibir nuevas sorpresas.
Todo Juan el Corto era una mancha roja, ampliada por el contraste que la sangre hacía con el polvo. Cargó un trabuco, amartilló el otro, se cercioró de que la pistola de chispa estaba a punto y apretó los dientes. El sudor le corría por los ojos y tuvo que secarse la frente con la manga sucia. Los franceses se estaban acercando. Uno de ellos se alejó para siempre, el pecho abierto de un tiro.
––¡Te han vuelto a herir! –exclamó el diputado, arrastrándose hasta donde el bandolero maldecía en voz baja y trataba de calcular cuánto tiempo le quedaba hasta que los gabachos comprendieran que podían rodear la loma y cogerlos por detrás.
––Ya te digo –replicó el bandolero––. Esos franchutes tienen mejor puntería que los hombres del rey. No me extraña que sean los dueños del mundo.
Quizá porque desconocían el terreno, los franceses se apostaron también al pie de la colina, al socaire de las rocas y de un pino solitario que no comprendía su presencia en medio de un desierto de piedra y polvo. Leandro aprovechó la pausa para comprobar las heridas de Juan el Corto. La sangre salía con tanta fuerza de los tres o cuatro agujeros que a aquel paso el bandolero no iba a aguantar mucho tiempo.
––Pinta fea la cosa, Juan. Creo que de aquí no salimos.
––Por lo menos yo, mosén. No creo que el matasanos de Arcos tenga herramientas suficientes para sacarme de dentro todo este hierro. Si es que llego a Arcos, claro.
––Dame una de tus armas, puedo disparar.
––¿Y que te lastimes las manos como cuando no supiste coger los higos chumbos hace un rato? No, mosén. Escúchame. Los franchutes no tardarán en rodearnos, por eso no disparan ahora. Yo no puedo salir de aquí. He visto a suficientes hombres caer como para saber cuándo ya no pueden levantarse.
El diputado guardó silencio, los dientes apretados, incapaz de discutir una vez más con la experiencia de Juan el Corto. Su pecho subía y bajaba con dificultad, y su respiración silbaba cuando el aire pasaba por la boca y escapaba por los agujeros de su cuerpo.
––Pero puedo entretenerlos. Un par de horas, quizás más. Escucha. Coge mi caballo, es más rápido que tu maldita mula blanca. Sigue todo recto. Allá en lo alto está Arcos. Y luego, bajando, la Isla. Tu destino.
––Pero yo…
––Te esperan esas Cortes que van a cambiar el mundo, mosén. Como buen cura, tenéis que estar metidos en todo. Prométeme una cosa: cuando llegues, vende mi caballo… asegúrate que sea un buen amo que lo sepa montar, no como tú. El Centella se merece un buen jinete, mejor que yo mismo. Y con el dinero… con el dinero paga unas cuantas misas por Maruja la tornera y por Miguel el Rubio. Si queda algo….
Leandro asintió, nublados los ojos por las lágrimas y el polvo. Murmuró una plegaria, bendijo al hombre postrado. Se incorporó despacio, se arrastró hacia el caballo y antes de montarlo se volvió de nuevo.
––Yo rezaré por ti, Juan el Corto.
El bandolero quiso escupir saliva y escupió sangre. Se apoyó contra la roca y controló el avance de un par de soldados franceses. Ambos se pusieron a cubierto cuando el trabuco les recordó quién era todavía el dueño de estos montes.
––Recuérdale al rey prisionero, mosén, que es un hombre de palabra.
Leandro picó espuelas, dejando atrás la mula blanca y sus pertrechos. El Centella, como si comprendiera el cambio de amo, se lanzó a un trote seguro, poniendo tierra de por medio entre el bandolero caído y el repiqueteo de los fusiles.
Juan el Corto disparó otra vez, cargó el trabuco, saboreó la sangre como si paladeara despacio su propia muerte al raso, imaginada tantas veces. El buitre volvió a revolotear en el cielo, pero cuando vio el panorama remontó y se perdió tras el sol. Otros dos disparos, otros dos franceses muertos.
Luego, silencio.
En Francia, mientras tanto, el rey felón brindaba con un excelente vino de Burdeos que no llegaba a ser tan rojo como la sangre de su pueblo.
Comentarios (8)
Categorías: Creacion - relatos poemas historias