Lo mío con la playa es que no falla. Ya lo he contado por aquí en alguna ocasión, me parece. Rescatador de niños en apuros profesional, yo. He ido dos días nada más este año, de momento, y ya el primero tuve que ayudar a una niña perdida y ayer tuve que rescatar a una bebé curiosa que jugaba en la orilla con dos sendas piedras redonditas que no, no eran piedras, sino enormes mojoncillos que la marea traía y se llevaba.
Debe de venirme de familia, o lo mismo Buchanan es mi tercer o cuarto apellido. Allá por los primeros setenta, y ahora empieza la batallita, cuando ir a la playa era una maravillosa aventura cada día, donde te reunías con los primos y te enfrentabas a las olas con una cámara negra que lastimaba al subirte y rozaba al bajar (una cámara es lo que nosotros decíamos, mal, una llanta. O sea, el neumático gigantesco y negro de una rueda de camión, cosa que ya no se ve, pero era una delicia).
Parece mentira viéndonos ahora, pero de preadolescente yo era intrépido y lanzado, me pasaba las horas y las horas en el agua, zambulléndome, buceando, tirándome desde lo alto de la cámara y enfrentándome a las olas de Santiago, que este año no han venido pero que eran, y supongo que a lo mejor siguen siendo, como pequeños tsunamis en miniatura que se producen sólo allá por el 25 de julio y que te pegan unas palizas de muerte, o te ahogan directamente.
Mi primo Pedro era de mi misma cuerda. O sea, otro intrépido. Y mi hermano, como siempre, de natural tranquilo. Nosotros perros y él tirando a gato, no sé si se me entiende. A mi hermano la playa siempre le ha causado bastante respeto, cuesta trabajo que se de un chapuzón, se pasa las horas leyendo El País con la camiseta puesta y hace exactamente lo que hacía de niño (solo que entonces, claro, no leía El País). Debe ser cosa de familia, ya digo, porque la mayor de sus hijas (que estudia Medicina y es una fiera, oigan), también le tiene cierto yuyu al mar. Y yo mismo, desde que voy para señor mayor, cada vez me aburro más en la playa y si no leo El País o La Voz sentadito en la butaca es porque la luz del sol me deslumbra y el levante me los arranca.
A lo que iba. Esos días de playa prepúber se complementaban, como muchos días ahora, con el paseíto de rigor hasta Cortadura. Tres kilometritos o así, desde donde nos poníamos, con la idea de llegar hasta el castillo, que entonces tenía una proa de piedra donde se acumulaba el agua formando un charquito de proporciones importantes cuando iba subiendo la marea. La zona de Cortadura siempre ha sido la mejor de Cádiz para ir a bañarse, por la limpieza del agua, por la extensión de la arena, y porque hay menos gente dando la vara.
Ese paseíto lo rematábamos después tomándonos una cocacolita y una tapa en alguno de los muchos chiringuitos, algunos hasta de mampostería, que adornaban la playa entonces y que hoy ya no existen, por la ley de costas y de suelo, aunque a nadie le importe que tengamos dos docenas de esclavos descalzos vestidos de blanco recorriendo la playa de una punta a la otra punta todos los días vendiendo refrescos, cañaíllas, camarones y patatas.
Aquel día, como siempre, íbamos mi primo Pedro, mi hermano, mi padre y yo. Mi primo Pedro y mi hermano tienen la misma edad, cuatro años menos que yo. O sea, yo debería tener unos doce años y ellos ocho o nueve. El charquito estaba delicioso aquel día. Nos subimos al espigón de piedra, nos tiramos de cabeza, volvimos a subirnos a la piedra, volvimos a tirarnos. Mi primo y yo, quiero decir. Que mi hermano es gato y se quedó en la orilla mirándonos. Mi padre charlaba, creo, en otro lado del charco, con uno de sus múltiples conocidos: no he conocido a nadie que conociera a más gente que mi padre, y con todos a charlar se paraba.
Y entonces, mientras nosotros nos zambullíamos, mi hermano del alma que tiene la feliz idea de meterse en el charco. Pasito a paso, para avanzar hacia donde nosotros estábamos. Un charco, recuerden ustedes. Pero no un charco cualquiera. Un charco que te permitía hacer el ángel desde lo alto de la piedra sin darte la costalada contra el fondo. Un charco que en la parte más profunda debía tener sus dos metros como poco.
Mi hermano entra en el agua, clin clin clin clin, despacito. Como se entra en el agua en la playa si no eres de los que lo avasallan todo. Frío hasta los muslos. Frío en los medios bajos. Luego frío en la parte de las tetillas. Y es entonces cuando te sumerges y ya se te quitan todas las tonterías.
Pero no. Mi hermano no se sumergió. Siguió andando, clin clin clin clin, y de pronto, mientras nosotros nos zambullíamos como los tarzanes preadolescentes que éramos, de pronto vemos que ha perdido pie y que lo único que asoma de la superficie del agua son dos manos así desde las muñecas, agitándose de un lado a otro. No sé si mi hermano entonces no nadaba bien (yo no nado bien, y soy de costa: he comprobado que nada mejor la gente de piscina), o le sorprendió el escalón que de pronto hacía el charquito, pasando de agua a la altura del cuello a agua a la altura de las manos extendidas al cielo, hasta las muñecas.
Fueron tres segundos de estupor. Primero, porque no salía a flote. Segundo, porque no daba un paso atrás. Tercero, porque se había ido hundiendo sin decir ni una palabra. Saltamos desde lo alto de la roca al rescate. Los tres. Mi primo Pedro, mi padre y yo. Mi padre, claro, llegó primero, agarró la mano del niño y lo sacó del tirón. Mi imaginación lo recuerda volteándolo con un solo movimiento a la orilla, como quien saca un pez por la borda de un pesquero.
Allí nos quedamos unos minutos, mi hermano tosiendo y escupiendo agua, sabiendo que un poquito más, si no nos damos cuenta, no la cuenta.
Luego, en el camino de vuelta, nos paramos en el Bar Ramón a tomarnos una cocacola y una tapita. La devoramos con unas ganas que no se pueden ustedes imaginar. Mi padre tenía cierto resquemor, no fuera a ser que no le aceptaran el billete de veinte duros con la cara de Falla que llevaba en el bañador, empapado y chuchurrío por la labor de rescate. Pero aceptaron el billete, faltaba más. No estaban entonces los tiempos tampoco como para rechazar nada.
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Categorías: Las aventuras del joven RM