Descubrí que me estaban poniendo los cuernos gracias a unos gemelos. De oro, eso sí, con una perlita rosa en el centro. Nos los regaló el presidente de Uzbekistán, creo. Una pareja para José Ignacio o y otra mí, que soportaba con él los honores y el calor sofocante y no me tenía en pie del cansancio tras doce horas de vuelo, otras diez de reuniones, una recepción, un dolor de muelas bíblico y una mala combinación de antibióticos y ginebra de esas que te dan en los aviones, en botellita pequeña, y que emborracha más que un litro de los que se compran en los duty-frees de los aeropuertos. Claro que nosotros hace mucho tiempo que ni tenemos tiempo de pasar por los duty-frees, y estaría mal visto que un ministro y su secretario de estado se atiborraran de tabaco y bebidas de alta graduación antes de subir a bordo.
José Ignacio es el ministro, claro, y yo soy su número dos. Siempre lo he sido. Y no sólo en el escalafón, quiero decir. Estudiamos juntos en los mejores colegios religiosos de Madrid, hicimos nuestros viajes correspondientes por Europa y por América justo cuando había que hacerlos, ingresamos en el mismo partido y nos batimos el cobre en cientos de comisiones parlamentarias, controles al gobierno, mociones de censura, campañas electorales y, por fin, pudimos acariciar el codiciado sillón azul. Bueno, lo acarició José Ignacio. Como siempre, yo me quedé en segundo plano. Y, ojo, no es que sea más tonto ni tenga menos enchufes que él. Simplemente, es mi sino. En el colegio, en las universidades, yo siempre sacaba mejores calificaciones que él durante todo el curso. Pero llegaban los exámenes finales, las subidas de nota, los trabajos extraordinarios, y entonces, en el cómputo de final de curso, me ganaba por unas décimas o incluso por un punto largo. Lo mismo cuando pasamos por la empresa privada, y cuando nos afiliamos al partido (yo lo hice seis meses antes, por cierto). Cuando empecé a salir con la hija de un banquero, al final fue José Ignacio quien se casó con ella. En las quinielas que hizo el Presi en su libretita azul para ver a quién le endosaba el cargo, sé que yo estuve encabezando los nombres durante un montón de semanas. Pero el puesto se lo llevó José Ignacio. Yo me quedé segundo.
Los gemelos son esa cosa inservible que el protocolo obliga en según qué casos. Nos lo regaló el presidente de Uzbekistán, allí a pleno sol, sobre el estrado, y José Ignacio, que tenía las manos ocupadas con el discurso de marras y usa trajes a medida sin bolsillos, para que no le pase como a Julio Iglesias cuando canta (queda muy feo un ministro hablando con la mano metida en el costado, como si tuviera flato), me dejó los suyos en fideicomiso. Yo sí me los metí en el bolsillo, no les di más importancia, y no me di cuenta de que los tenía hasta que, en el vuelo de regreso a Madrid, fui al lavabo del avión y se me cayó mi pareja al suelo. Pisé uno sin querer, porque aunque viajes en clase business los lavabos de los aviones siguen siendo estrechitos y hay que llamarse Emmanuelle para poder maniobrar dentro, y cuando me agaché a recogerlo se me cayó el de José Ignacio. Mientras miraba las cuatro piezas, no sé por qué, decidí darles el cambiazo. Me quedé los dos gemelos que estaban intactos y le di a mi ministro, cuando bajábamos ya del avión y entrábamos en el coche oficial, la otra pareja, con uno de los dos un poquito jodido.
Seis meses más tarde, cuando fui a ponérmelos porque tenía que recibir al viceministro del interior francés, me di cuenta de que había una grieta tonta en una de las perlas de mi gemelo. Lo había dejado allí, en mi mesita de noche, tres o cuatro días atrás, antes de un viaje a Bruselas que me cayó del cielo cuando no me lo esperaba, y ahora aquí estaba el gemelo con la perla resquebrajada. El mismo gemelo con la misma perla resquebrajada al que yo le había dado el cambiazo.
No soy tonto. Soy el número dos del ministerio pero no me chupo el dedo. No había que ser Sherlock Holmes para descartar la casualidad de que un segundo gemelo se hubiera roto exactamente por el mismo sitio. Aquel era el gemelo que yo había cambiado, y ahora estaba aquí, en mi mesilla de noche, junto a mi cama de sábanas limpias, recién cambiadas, con olor a nuevo. Mi mujer dormía como un angelito, de espaldas a mí, pero ya no me pareció nada inocente.
Esa mañana me tragué dos discursos, agoté cuatro baterías seguidas en el teléfono móvil, me cabreé con uno de mis ayudantes y noté que cada dos por tres me temblaban las manos. La evidencia me roía. José Ignacio, mientras yo le sustituía en viajes incómodos y le echaba todos los capotazos del mundo ante las comisiones de control, se estaba beneficiando a mi mujer. En mi propia casa, al parecer, en ocasiones. Y en uno de aquellos encuentros furtivos, sin darse cuenta, me había vuelto a cambiar el gemelo que yo previamente le había cambiado.
Como decía Mel Brooks, es bueno ser rey. Tampoco está mal ser secretario de estado. El número dos del ministerio. Casi todo el poder de España en mis manos. Para lo bueno y para lo malo. Un par de llamadas son un par de órdenes. Y cuando dices que quieres algo para ahora mismo lo tienes ahora mismo. Asunto de estado, prioridad máxima. Para cerciorarme, pedí que me dieran un listado de todas las llamadas efectuadas y recibidas desde el móvil de mi mujer, desde mi casa, desde su despacho en el consejo de dirección del banco. Dicho y hecho, seis minutos más tarde tenía una larga hoja impresa. Tardé poco menos de media hora en cotejar las llamadas hechas desde el móvil del ministro, las que habían hecho desde el propio ministerio. Casi todas ellas coincidían con los días en que yo estaba volando por toda Europa, de comisión en comisión, recitando discursos y bebiendo ginebra de botellita chica en la clase business de los aviones de Iberia.
No sé si me fastidió más el hecho de saber que me estaban poniendo los adornos o que fuera precisamente José Ignacio quien lo hacía. Mi amigo. Mi compañero de estudios. El padrino de mis hijos. Mi jefe. La política es sacrificada y sabes que corres el riesgo de que tu mujer se aburra de aburrirse y acabe enrollándose con su instructor de pilates o con el profesor de equitación de tus hijos. Pero hacerlo con un ministro es, además de una temeridad, una estupidez. He visto a José Ignacio en la sauna y ni siquiera está bien dotado. Y tiene menos tiempo que yo para todo.
Si yo perteneciera a otro partido, apelaría al honor herido. Pero fue una simple cuestión de vanidad y de orgullo. Uno comprende que un chaval de tableta de chocolate y veinticinco años tatuados se cepille a tu mujer, a la que ves de higos a brevas por las servidumbres del cargo. ¿Pero que lo haga tu jefe inmediato, el hombre sobre el que cuelga toda la seguridad de un país entero? Esto no podía quedar así. Por una vez, no me iba a contentar con ser plato de segunda mesa. No señor. Pensé en llamar a El Mundo, a Intereconomía, a Libertad Digital. Y darles el soplo. Pero eso me cubriría de vergüenza, Federico y César Vidal me convertirían en blanco de sus mofas, y quién sabe si no caería el gobierno y, encima, iba a quedarme sin un sueldazo.
La solución era más española y viril. La deshonra sólo se lava con sangre. Podía cargarme a mi mujer, o podía cargarme al ministro. El ministro no tiene una fortuna como tiene María Eduvigis, ni se me abre de piernas de vez en cuando, aunque sea por cumplir. Tendría que ser el ministro. Lo siento, José Ignacio. No tendrías que haberte encaprichado de mi mujer, ni de mi gemelo intacto.
Dedicarte a la política tiene muchas incomodidades. Una de ellas, la que peor llevamos todos, son los escoltas. Pero si el hombre experimenta con ratones, la naturaleza desarrolla ratones más listos. Si lo hace su majestad el rey, poniéndose un casco y largándose en la moto, y hasta escriben novelas al respecto, imaginen ustedes la de vueltas que damos los de segunda fila para escaquearnos y poder hacer un rato de footing por el Retiro, o escaparte a comprar tabaco porque te apetece fumar y al Presi eso le pone de los nervios, o tirarte a la mujer de tu secretario. Si Juan Ignacio lo hacía, también lo hacía yo. Es fácil. Con el terrorismo dando sus últimas boqueadas y anunciando y desanunciando treguas, no cuesta mucho salir de casa por la puerta del aparcamiento, con otra ropa. O tener cronometrado en qué momento la pareja de escolta se turna para buscar los cafés en la gasolinera mientras te vigilan toda la noche.
No fue difícil, y no es por alardear. Basta saber los horarios y las costumbres. Saqué la Z88 de la caja fuerte del despacho ministerio, un arma requisada en una redada y que José Ignacio, tras posar con ella para la prensa, había olvidado entregar al archivo. Con su cargador 9 mm Parabellum, el ideal para este tipo de casos. Di el esquinazo a los escoltas usando, sí, el viejo truco del casco y la moto. José Ignacio tenía a esas horas una reunión secreta con un par de representantes de grupos minoritarios a los que el gobierno quería hacer una cesión de competencias si votaban los presupuestos generales del estado. Un restaurante en las afueras de Madrid. Por lo tanto, no habría nadie esperándolo en el apartamento donde dormía este tipo de noches. Yo tenía la llave, porque a veces era yo quien lo utilizaba, si andaba ajustado de tiempo. Lo esperé sentado en el cuarto de baño, dentro de la ducha, como en Psicosis.
Me llamaron al móvil a la mañana siguiente, camino de Barajas, donde iba a recibir al presidente de Uzbekistán, precisamente. Revuelo de teletipos, periodistas colapsando el ministerio, declaraciones que me tocó realizar a mí, como secretario de estado y ahora ministro en funciones. Diez días de vértigo. El entierro con todos los honores, la prensa de la oposición clamando al cielo como era de esperar, los hijos de José Ignacio que tuvieron que volver corriendo (bueno, en avión) de Yale y Lausana, la medalla de Isabel la Católica al mérito civil. Todo eso que ven ustedes en los telediarios justo antes de cambiar de canal y que yo tuve que tragarme en primera persona, con el rostro compungido y al borde de las lágrimas. Luego, la espera de un nuevo ministro que me relevase y el Presi, que no quiso aprovechar la ocasión para remodelar el gabinete, que me dijo que siguiera yo adelante, hasta las elecciones del próximo abril, si había suerte.
Nadie sospechó nada. Dos tiros en la nuca, la munición característica, una caza al hombre que no llevó a ninguna detención. Los abertxales se negaron a condenar el asesinato, para variar. Los gerifaltes de la banda, peleados entre sí, no tenían muy claro de quién había partido la orden, habiendo tantos comandos por libre, pequeños reinos de taifas de un emporio que se les venía abajo. En Gara negaron tener nada que ver. Después dijeron que sí en un comunicado a Francia. Lo de costumbre.
Tres semanas y pico más tarde tuve que negociar yo el acuerdo a los presupuestos generales del estado allá donde se habían quedado, en punto muerto. Un asador en las afueras de Madrid, discreto, entre pinares, los escoltas en la puerta. Soy buen negociador. Tengo buena labia. Y mala próstata.
Pasada la medianoche, entré a mear. Un alivio, después de tanta agua Bezoya. Me estaba lavando las manos cuando vi por el espejo que dos de los excusados se abrían casi a la par, y dos hombres encapuchados salían de ellos.
––Eskerrik asko por su colaboración, señor Ufarte –me dijo uno de ellos––. Pero era un trabajo que teníamos que haber hecho nosotros. Estaba ya pagado, ¿sabe usted?
Fueron dos tiros a la cabeza, a quemarropa. Uno de ellos me atravesó la perla rosa del gemelo antes de abrirse paso por el cristal de mis gafas.
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