Era aquel año la estrella de la Semana Negra. O sea, el hombre de moda. O los hombres de moda, porque no vean ustedes el tamañito que se gasta el amigo. Allí estaba, con su corpachón voluminoso de fogonero del Mississipi, su barbita de Papa Noel un tanto deshilachada, su gorrita de Corto Maltés dos tallas más chicas. Soportando los halagos y las babas y, como buen torero de salón, firmando educadamente todo lo que se le ponía por delante. Un crack, el maestro George R. Martin, aunque me temo que no se había quitado del todo el jet lag o el estupor, tan guiri, de ver in situ cómo es y cómo se respira la Semana Negra. Lo acompañaba su esposa. Una mujer que tuvo que ser muy guapa, de pelo gris, elegante toda, con un tatuaje antiguo que revelaba, me pareció, un pasado hippie.
Alejo Cuervo, su editor y el nuestro, lo invitó a cenar una noche. Nobleza obliga (Alejo se escaqueó el año pasado, por cierto, a ver si este año toca). Y allí que fuimos Juanmi Aguilera y yo, Cristina Macía, Marina Taibo y su marido Jose Ramón, Alejo y Natalia... y George R. Martin, alguien más a quien no recuerdo, y un escritor de fantasía canadiense, a quien Alejo no publicaba, con su esposa, una rubita pequeñita y pizpireta que me tiraba los tejos y me llamaba "mi amor". El marido me sacaba dos metros de altura, así que no se piensen ustedes mal, que uno se deja querer pero ya está.
Nos invita Alejo en una marisquería. Imaginen ustedes el cachondeo de los españolitos, que si no cantamos "alcohol alcohol hemos venido a emborracharnos y el resultado nos da igual" es porque a lo que íbamos era a comer marisco, que no cae todos los días. El marisco en el norte, lo saben ustedes, no se parece mucho al marisco del sur. Allí no existe la gamba o el langostino tigre sanluqueño, pero a cambio tienen otras maravillas como el centollo o la cigala o los percebes (que a mí, por cierto, siempre me han parecido patitas de personaje de Star Wars).
Alejo se pasó un tanto pidiendo, lo reconozco yo y lo debe de reconocer su cartera. Eramos diez u once personas a la mesa y empezaron a llegar los manjares. O sea, ya les digo, sus bogavantes, sus percebes, sus cigalas gigantescas abiertas en dos y a la plancha, su pulpo a feira con sus patatitas...
Y entonces vemos que Martin, con su enorme tamaño, pone cara de haber visto a Drácula. Y no toca la comida. Y lo mismo hace su mujer, aquella señora del pelo gris, tan elegante y tan tatuada. Y el escritor canadiense y su esposa la rubita pizpireta. Rayos y truenos. Que no sé qué tabúes tienen los yanquis y los cannucks contra el marisco, oigan, porque no creo que ni siquiera fueran judíos ortodoxos.
Alejo estuvo rápido al quite, y los yanquis y los cannucks se aviaron rápidamente con sus racioncitas de jamón y de queso manchego (tontos tampoco es que fueran, no). Y entonces, con todo lo que sobraba en la mesa, empezó la vorágine.
Porque imaginen ustedes raciones para diez u once personas de centollos, bogavantes, cigalas gigantescas abiertas en dos y a la plancha, su pulpo a feira con sus patatitas solo para la mitad de los comensales.
Desde entonces, los bebés centollos y los bebés cigala escuchan en las noches de marea tranquila la historia de los hombres terribles (un valenciano, un catalán y un gaditano) que devoran a los mariscos que no se portan bien ni se comen su plancton todas las tardes. Qué coma estomacal, qué pasada.
Y la rubita que se despidió llamándome de nuevo mi amor cuando yo lo que buscaba, a esas horas ya, era un lingotazo de agua de fuego que me hiciera bajar toda aquella grande bouffe cantábrica.
Ya tardan en volver a invitar a Martin a la Semana Negra...
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Categorías: Las aventuras del joven RM