Si no me da otra vez el telele, Madrid será ya el jueves un reencuentro de familiares extraños, esos que no nos vemos más que una vez al año: los abrazos de Paco Taibo, el sombrero de Yampi, el piano entre susurros del hotel Chamartín y el tintineo de los vasos con hielo y el arrastre de bártulos.
Luego, de mañana, al amanecer, colas y prisas y desayunos y más abrazos, y un discurso improvisado que suena a gloria, y un tren negro que es lento muy lento y me da calambres en las piernas y me desata la lengua. Sol por las ventanillas, a veces claroscuros, montañas, vidas que cruzas veloces en los andenes al paso, las montañas de Asturias, y cuando hay hambre, allá por Mieres, ese paisaje entre verde, gris, marrón y negro y esas nubes que nos reciben casi con la misma puntualidad que el coro de gaitas y una policía que me da que se queda a veces con las ganas de enchironar a más de uno, por las pintas. Una primera espicha, un café en la plaza, de vuelta al tren corriendo, tiempo apenas para una siesta, la tele local, las teles privadas, Tinín que sube y estrecha manos, y allá a las cinco de la tarde, en Gijón ya, el jaleo para no romperte la crisma al bajar con las maletas (¿por qué son tan incómodos los escalones de los trenes?), Marina con las cajas de omeprazol por si las moscas, la banda que toca Begin the begine, Elia que baila, y las protestas de quienes quieren una Semana en asturiano y los que, allá en la puerta de la estación, reivindican solidaridad con Haití, o con una huelga, imagino que este año en contra de los decretos neoliberales de un gobierno que en teoría no debería serlo.
Luego, a los hoteles. Luego, una ducha rápida. Luego, discursos y canapés y la ruptura de la cinta y la escapada, la primera fuga a la Iglesiona. Exploraremos el domingo el Arbeyal a medio despertar, en la Asturcón, y correremos de vuelta a mediodía, para pillar sitio donde mejor comemos (o sea, en la Iglesiona), y charlaremos de lo divino y de lo humano y pasaremos frío o pasaremos calor en esas tertulias de sobremesa donde lo que se apetece, de verdad, es un sofá y una cabezada.
Y sonarán los cacharritos, nos fallará por un momento el micro, nos advertirá Mauricio como siempre que no agitemos la mano mientras hablamos, y el público se asomará y nos mirará como a los bichos raros que somos, o se quedará a vernos gratis como a los bichos raros que somos, domados por la palabra, intrigados por la retórica. Y hasta nos comprarán algún libro que firmaremos allí en el rinconcito, donde la entrada, junto al dios del Trueno o a Torpedo o a Batman.
Después, charlas de madrugada en el Don Manuel, o karaokes donde, Dios mío, qué mal cantamos todos, y así al día siguiente, y al otro, y así entera una semana: presentaremos libros, representaremos La Venganza de don Mendo y, si sobrevivimos a las plumas y la brea, compartiremos sueños de libros por escribir, debatiremos premios que tienen el inmenso valor simbólico del cariño, intercambiaremos mails, nos enviaremos fotos via facebook, presentaremos el libro Pepsi de cada año y resistiremos los asaltos furibundos de quienes quieren una firma que sabemos vale bien poco.
Y así una semana. La semana del año. La única que importa. Si mo me da el telele otra vez, ay. Que no me lo pierdo.
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Categorías: Literatura