Para dibujar tebeos no hay que saber dibujar bien, nos dice ahora la moda que imponen quienes no tienen ni idea de cómo se dibuja ni cómo se ha dibujado a lo largo de la historia de la historieta. Basta, dicen, con saber adecuar los dibujos a la historia. Como si los grandes nombres que ha dado el medio no hubieran sido también unos grandísimos dibujantes. Es el caso que nos ocupa.
En el fondo, y me permiten ustedes que corrija esa moda, en realidad para dibujar tebeos hay que dibujar no sólo lo que sabes o lo que te gusta, sino también lo que no te gusta. Lo que necesita la historia. Lo que tienes que aprender para que la historia fluya. O sea, y hagan ustedes cuenta porque son detalles que se van a encontrar en este tebeo (o, si lo prefieren, en esta novela gráfica): hay que dibujar personas, cuerpos, faldas, camisas. Hay que dibujar coches, calles, lámparas, sillas. Hay que dibujar cementerios, y oficinas, y discotecas. Y bosques y parques y ordenadores y salones. Ahora hagan ustedes la cuenta de cuánto tiempo hace que no ven todas esas cosas en los cómics que consumimos a diario y se podrán hacer una idea de por qué Rafa Fonteriz sigue nadando contra corriente en este mundillo. Porque Rafa sigue dibujando lo que quiere, y lo que le gusta, que suele ser aquello que otros dibujantes de mucha más fortuna mediática no dibujan.
Será por la barba florida y la frente cada vez más despejada, veo a Rafa Fonteriz como esos artesanos de antaño, los que mimaban la madera hasta que hacían el grabado perfecto, los que eran capaces de tirarse años enteros puliendo un trozo de mármol o ajustando el reloj para que diera la hora exacta. En su producción, abundante ya porque lleva mucho tiempo en estas lides, hay de todo, pero lo más que más destaca son los tebeos que ha hecho por puro placer, porque cree en esa idea (y, sí, permítanme que incluya ciertos superhéroes españoles que tuve el placer de escribir para sus lápices y sus tintas), y es capaz de dedicarle el tiempo necesario, a pesar de todos los Julios segundos que le metemos prisa. “¿Cuánto lo terminarás?” “¡Cuando lo acabe!”, que decían a gritos de un extremo a otro de la Capilla Sixtina.
Fonteriz es un autor de tintas poderosas y de anatomías rotundas. Sus personajes tienen peso y también el entorno, ahora que vemos tantos tebeos sin fondo, forma parte integrante de la trama. En este álbum, realizado como todo por puro amor a la experimentación y la narración secuenciada, vemos un estilo más suelto, más ágil y sin duda más rápido. Pero también, y ahí está lo importante, un deseo de experimentar, de buscar nuevos recursos narrativos. Narrando “en apaisado”, como decía Frank Miller, Fonteriz nos cuenta una historia que oscila entre lo policíaco y lo macabro, lo sexual y lo onírico, y emplea el recurso del color azul o el color sepia, el trazado a carboncillo o las manchas rojas y el color total que recuerda al technicolor de los años setenta para distinguir y recalcar las distintas capas de esta historia que se lee a tantos niveles. Sin apenas recurrir a textos de apoyo, basándose abundantemente en la palabra como contrapunto y contrapeso de la imagen, la maestría de Fonteriz nos presenta un puñado de personajes que giran en torno a un misterio, y todos y cada uno de ellos son reconocibles en sus gestos y en sus físicos, en los detalles mínimos que compensan su personalidad: el tabaco del policía, los constantes aspectos físicos del psiquiatra, el detalle de pura reproducción de la vida que es mostrar la tiranta del sujetador de la periodista rubia.
Es un juego lúgubre, un descenso a infiernos que parecen lejanos y que quizá están aquí cerca. Tengan cuidado si alguna vez les tienta el lado salvaje.
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