No fumo, ni he fumado en la vida. Bebo poco, en especial cerveza y si acaso un whisky a la semana, los viernes por la noche. No me pincho, ni esnifo, y jamás me tocará la lotería porque no juego. De las quinielas, con lo que sé de fútbol, ni les cuento. Pero una vez estuve enganchado.
Dos semanas, más o menos. Acababa de comprar mi primer ordenador, un cunero en negro y sepia que, con su impresora y todo, me costó la friolera de medio millón de pesetas, o sea, tres mil euros de ahora que no eran los tres mil euros de entonces. Un armatoste modernísimo, con veinte megas de memoria. Ahí empecé mis primeras traducciones y ahí escribí la segunda mitad de La leyenda del Navegante, que previamente había redactado a mano y luego a máquina eléctrica con tinta azul.
Era una modernura, mi ordenador cunero en blanco y sepia. Ni siquiera había que meterle fuera aparte el sistema operativo: lo traía ya dentro. Mis amigos, que fueron los que me lo vendieron, en alguna de aquellas aventuras empresariales que luego terminaron como el rosario de la aurora y con el proveedor en Carabanchel alto, me traían gente a casa para enseñarles la máquina, lo portentosa que era. Estamos hablando, no sé si se dan ustedes cuenta, de 1986.
Hasta entonces en casa habíamos tenido un Spectrum, de mi hermano, al que yo no le había hecho mucho caso. Jugaba al tenis, creo. Bolita para la esquina, zas, bolita para el otro lado, rebote, etcétera. Pero mis amigos me trajeron un disquete (un flopy disk, ustedes me entienden) con un jueguecito igual que el que había en las máquinas de los bares. Dig-dug, se llamaba. En negro y sepia, ya les digo.
Sonaba machacona la música de "Pop Corn" (palomitas de maíz, como la tocaban los Pekenikes, a quienes tanto odiaba quizá por eso), y allí salía una especie de cocodrilo hecho de cuadraditos que se iba comiendo una pared mientras perseguía y lo perseguían unos bichos con ojos.
Y yo, que nunca había jugado a ningún videojuego, le pillé el vicio. Estaba traduciendo, lo dejaba, y me enchufaba el juego. Escribía que Salther Ladane se enfrentaba a las hordas de Telethusa, y lo dejaba, y me enchufaba el juego. Pronto desarrollé pericia. Pronto empecé a saltar pantallas, a ser más rápido que los bichos con ojos, a los que creaba unas trampas saduceas cavando y cavando que ríase Ender Wiggins en la Escuela de Batalla.
Siempre al son de Palomitas de maíz, palomitas de maíz, palomitas palomitas palomitas, de maíz.
Al cabo de poco me di cuenta de que ni traducía mucho (estaba empezando) ni escribía lo que quería, porque en seguida me aburría y me dedicaba a cavar en sepia y negro. Y me acostaba, y al cerrar los ojos, molido por las clases de la mañana y el trabajo de las tardes, oía la musiquilla de marras, palomitas de maíz, palomitas de maíz, palomitas palomitas, palomitas de maíz. Una y otra vez. Ad infinitum. Y aunque me da que no lograba pegar ojo, soñaba con el puñetero juego.
Me levanté una noche, encendí el ordenador, tecleé aquella orden mágica que me habían enseñado mis amigos, CLS, y mandé al cocodrilo, los bichos con ojos, la canción de los cojones y el jueguecito en negro y sepia a hacer puñetas. No he vuelto a jugar a nada desde entonces. Ni siquiera me quedó mono.
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Categorías: Las aventuras del joven RM