Terminé hace una semana de escribir mi último libro. Una novela, creo, no lo tengo muy claro. El retrato de un amigo, de una época: cómo fuimos, cómo hemos acabado siendo lo que hoy somos. Triste, melancólica, con su puntito irónico. Es, sobre todo, una novela épica desde dentro de la rutina insoportable de lo cotidiano, esa que nunca nos deja un ratito de gloria porque no hay grandes gestas, ni grandes situaciones, ni grandes momentos de sangre y aventura.
Es, sin embargo, la visión lírica de un tiempo que viví y que reflejo, quizás porque es verdad que en el fondo los escritores servimos sólo para hacer crónica de lo que hemos sido. Es un libro intimista, sencillo, tierno, un repaso a diez o doce años de la vida de un amigo al que convierto, en ocasiones, en mí mismo, aunque sé que coincidimos en tantas cosas que no creo que haya mucho de inventado en todo lo que cuento.
He sido feliz escribiendo este libro, y he sido feliz porque las tres o cuatro personas para las que lo he escrito lo han sido también leyéndolo. Se quedará en mis cajones, posiblemente, porque la poesía y la literatura (y cómo se llega a la poesía y la literatura) no interesan a ese mundo editorial que vive de vampirizar la literatura y de ignorar la poesía. Tanto da. Allá ellos. Como no habrán leído a Alberti, no comprenderán que alguna vez, quizá dentro de poco, alguien se pregunte qué cantan los poetas de ahora, qué escriben los novelistas que no quieren pasar por el aro de las ñoñerías y las frases de tres palabras y los tópicos manidos y la percepción de que esto de escribir es como un reality, pero con señores sentados que te hacen una firma aunque no piensas leer jamás lo que hayan escrito.
He sido feliz durante los seis meses que he tardado en recorrer calles que no conocí y en recordar calles por las que anduve mucho, los libros que leí y sobre todo los que me quedé con las ganas de leer, los tebeos que tuve y me marcaron como sé que marcaron a todos los que los leyeron, las canciones que aprendí y no he olvidado, las revueltas que soñamos y no llegamos nunca a concretar, las primeras cuartillas que emborronamos de versos, los padres que no comprendimos, las adolescentes a las que creíamos que amábamos.
Mi libro cierra con el protagonista (mi personaje inventado, mi amigo real) esperando un autobús que lo exilia y lo lleva camino de un futuro que ya no he compartido más que a ratos. La paradoja es que, al escribirlo, he comprendido que ya son dos veces las que me quedo en el mismo sitio.
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