La figura de Robin el Encapuchado se pierde en la noche de los tiempos. El siglo veinte y lo que de él heredamos lo conoce gracias a la reinterpretación romántica y la visión de Hollywood que lo enclava por fin en un periodo concreto y lo convierte en un tipo en mallas, el primer guerrillero forestal de la historia. Alegre, vital, rebelde y acrobático. Cualquier revisión que se ha hecho en el cine viene lastrada por la imagen que esbozó Douglas Fairbanks y llevó a su cenit Errol Flynn. Sean Connery lo mostró calvo y viejo, Walt Disney ensayó una visión con animalitos, Kevin Costner lo convirtió en epígono de John F. Kennedy, y hasta ahora (para mí) es la serie televisiva "Robin of Sherwood" la que mejor refleja la rebeldía y el anarquismo intrínseco del personaje.
Ahora Ridley Scott nos muestra su versión. Una versión que no parte de la leyenda, sino de la historia. El naturalismo es la evolución del realismo, no del romanticismo, y por eso nos cuesta tanto trabajo ver cómo un héroe romántico se ensucia, sangra, y nos muestra una Edad Media que no tiene las luces ni las texturas de las visiones pre-rafaelitas.
Scott, un cineasta que nunca ha superado el listón que él mismo plantó con sus tres primeras películas (y que tiene un hermano menor que, para muchos, lo ha superado ampliamente) coge la figura del héroe rebelde y la cuenta como si fuera nueva. Es decir, no nos cuenta la historia de siempre, sino que hace girar su relato en torno a la firma (y luego renuncia) de la Carta Magna por el rey Juan; o sea, eso que los ingleses tienen todavía como simulacro de Constitución. Mezclar ese momento histórico con la leyenda del arquero, y hacer que ese arquero sea a su vez hijo de cantero (es decir, masón, y quizá un guiño a Los pilares de la Tierra) y esté en el meollo del asunto se complementa con una jugosa visión contemporánea en estos tiempos de crisis, subidas de impuestos y causantes de la crisis que escapan tan de rositas como los reyes y nobles que en esta historia diezman al pueblo.
La película es larga y sin embargo se hace corta. Y se hace corta porque te quedas con ganas de más: si me anuncian que es el principio de una trilogía, o que se está preparando una segunda parte (que de momento parece que no), yo reservaría ahora mismo mi asiento en el cine. Scott nos muestra un héroe cansado y harto de guerras, un Ulises que vuelve a una Itaca que no es suya, donde una Penélope que no es suya atiende lo que le queda de honor y de tierras. El personaje de Russel Crowe se llama Robin Longstride, quizá para dejar claro de dónde viene Aragorn, y con cierta retranca y cierta sabiduría narrativa el director y sus guionistas son capaces de unir los dos orígenes del personaje, el noble y el popular, como ya hiciera la mencionada Robin de Sherwood, en un juego de usurpación de personalidades que recuerda aquella vieja película de Alan Ladd, Marcado a fuego, y a Sommersby. Que Crowe podría interpretar con los ojos cerrados a Ulises me parece casi un punto obligatorio en su carrera.
Se agradece que la película no vuelva a contar el enésimo enfrentamiento con Little John en el tronco y con los palos, y que presente a sus compañeros Alan-a-Dayle, Will Scarlett y el mismo Friar Tuck sin incidir en quiénes son y en cuál es su leyenda. Este Robin es pícaro sin ser histriónico, valiente sin ser temerario, sabio sin tener que fruncir el ceño. Y encuentra a la Marion ideal, la Marion perfecta, encarnada por una Cate Blanchett independiente y aguerrida, una noble de segunda fila no muy distinta del pueblo con el que se confunde. El juego de roces y caricias interrumpidas entre Robin y Marian es lo mejor de la película.
Casi como si fuera un Robin año cero, la película casi esquiva el personaje del sheriff de Nottingham, igual que prescinde de la figura redentora de Ricardo Corazón de León, mostrado aquí como un rey guerrero y estúpido que muere en batalla (espectacular, por cierto) en los primeros minutos. Hollywood ha mitificado demasiado la figura de un mal rey que ni siquiera hablaba inglés (era francés a todos los efectos) y que en realidad no estuvo en Inglaterra más que once meses, contando todos los días en que pisó la isla. La visión que da la película de la monarquía, la iglesia y la nobleza, sin ser revolucionaria, se aleja de lo que hemos visto en otras ocasiones: Leonor de Aquitania (sabiamente acompañada por una lechuza) o William Marshall (sobriamente interpretado por William Hurt, un actor que merece mejor suerte y más reconocimiento del que tiene) tienen el contrapunto de los reyes jóvenes, Juan el inglés y Felipe el francés, que prepara un desembarco inverso de Normandía que bebe, y mucho, de Salvar al soldado Ryan. El malo remalo es un tal Godfried, interpretado por un Mark Strong que está aquí bastante mejor que en Sherlock Holmes, y a quien Marvel Productions debería contratar pero que ya para interpretar al Basilisco.
No es una película perfecta, en tanto las batallas cuerpo a cuerpo son borrosas, parece un pelín cobarde indicar que los recaudadores de impuestos son invasores franceses y no los hombres del rey, y en el fondo te quedas con ganas de que se incida en el tono alternativo y anarquista de Robin y sus hombres en Sherwood. Pero es una buena película historicista, con una buena banda sonora (la pega, que cuando canta Alan no es traducido siempre), y que me revalida en mi teoría de que Ridley Scott, como ya dejara entrever en El reino de los cielos, es fan de Prince Valiant: busquen ustedes los dos o tres guiños que hay al personaje y disfrutarán de lo lindo.
Se agradece que, para variar, alguien demuestre que Robin Hood tiene más de una historia que pueda ser contada.
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