Tres capítulos llevamos ya de la nueva temporada de Doctor Who, una temporada que podemos considerar de tres formas: post-Tennant, post-Russell T. Davies o como la primera temporada de Matt Smith y Steven Moffat.
Es pronto para hacer valoraciones, pero sigue siendo el mismo viejo Doctor de siempre. Smith es bueno, impulsivo, histriónico, y su fisico extraño y sus manierismos aún no del todo desarrollados lo hacen parecer, en efecto, de otro mundo. Todavía tiene que hacerse con el personaje, o hacer que nos olvidemos de David Tennant en muchos de sus gestos, lo cual no es una crítica, porque como Moffat dice por activa y por pasiva, el personaje es el mismo siempre.
La acompañante, bella y moderna, juega con los dados cargados a su favor, y eso puede acabar jugándole a la contra. Amy Pond (y ojo que me temo que el nombre da muchas pistas sobre el arco de esta temporada), es una chica moderna, monísima, pero roba demasiados momentos al Doctor en la resolución de las tramas. Está claro que a estas alturas poner una acompañante sumisa y peligro a rescatar cada semana irritaría no sólo a las feministas de este país que no ven este tipo de programas, pero que de tres episodios vistos sea ella quien en los tres da con la tecla no sirve para revalidar que el Doctor, como Batman, necesita a un acompañante para humanizarse, sino que parece que en ocasiones el Doctor sobra un tanto en lo que se cuenta. El síndrome Wesley Crusher acecha.
Por lo demás, ninguno de los tres episodios es para tirar cohetes. Moffat está todavía jugando con las riendas del programa y entrega dos primeros episodios que son buenos, pero buenos sin más. Detallitos sueltos de genialidad, no bombas creativas devastadoras como nos ha mal acostumbrado: una cosa es ser el guionista estrella de la casa, el que hace dos episodios y queda como Dios, y otra ser además el que tiene que coordinarlo todo y chuparse nueve o diez episodios de una temporada de trece. Moffat ya no tiene que competir con los viejos fans del Doctor y los viejos recuerdos de las series añejas, sino con su inmediato jefe y lanzador de la serie, ese a quien ahora le llueven las críticas, a pesar de haber conseguido poner la serie donde la ha puesto. Este nuevo Doctor, de momento, se mueve en el terreno del fairy, y quizá por eso no nos extrañe que Neil Gaiman vaya a escribir un episodio para la próxima temporada: hay colores y músicas y flush que parecen, quizá impulsado todo por la presencia de Amy Pond (recuerden, por favor, lo que significa su nombre), una puesta al día de los cuentos de hadas. Habrá que esperar a las vampiras de Venecia o a los ángeles sollozantes (el próximo episodio, con guión de Moffat y la aparición de River Song, otra fémina con nombre de agua) para ver si ese tono férico se convierte, como parece, en una fantasía oscura.
El tercer episodio, visto anoche, no cuenta con guión de Moffat, nos trae de vuelta a unos daleks remozados, juega con la historia, hace nuevos guiños a Star Wars (¿es Jack Harness el piloto Danny Boy?), y muestra a un Doctor más nervioso y más implacable que otras veces. Siendo divertido, comete el fallo de empezar muy alto (¡esos daleks de camuflaje terrero sirviendo a Winston Churchill y sirviendo té!), pero acaba muy pronto, de manera algo apresurada y simple, imagino que para regresar con los daleks en el two-parter que terminará la temporada. Los cuarenta y cinco minutos de episodio se consumen en nada, acostumbrados quizá como estamos a la hora de duración de los episodios especiales.
El misterio del arco, la grieta que no se ha cerrado tras la devolución del prisionero cero, es poco sutil, pero hay que reconocer que otros arcos (Bad Wolf, Torchwood, The Master) lo han sido demasiado.
Da la impresión de que Moffat sabe perfectamente a qué está jugando. La curiosidad es cuántos ases tiene guardados bajo la manga.
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