Todavía no habíamos descubierto que la ilusión de la vida es la ilusión de la espera, el engaño del grial que creemos que nos redimirá de todos los males, y en el caso de los cómics, las horas de mirar a ver si había llegado el cartero más que el goce de leer lo que no tenía nadie.
Es el sino de las aficiones de uno, me temo. Los tiempos de bajar a ver si llegaba el Sunday, los paseos por las librerías los días de puente, sabiendo que los días de puente no hay reparto y por tanto no íbamos a encontrar nada nuevo. Antes de que leyéramos en Preview que iba a pasar con los personajes y descubriéramos que era más divertido especular que leer lo que pasaba, tuvimos que emigrar a los EE.UU. de A., siquiera en sentido figurado, y pedir los tebeos primero a Telio y luego, ya directamente, a Mile High Comics.
Entonces era una odisea pedir tebeos al extranjero. Estoy hablando de la mitad de los años ochenta. Un coñazo de ir al banco, de hacer un cheque en dólares, de gastos de envío. Todavía sólo pedíamos números atrasados, me parece. No teníamos tarjeta de crédito y, como muchos de ustedes si ya despeinan calvas, para que la cosa fuera más baratita nos poníamos de acuerdo tres o cuatro amigos para hacer un pedido conjunto.
El primer pedido conjunto lo hicimos entre Ángel Olivera, Vicentito Sosa y menda. Y era, ya digo, una espera infinita, porque el paquetito que venía de Boulder, Colorado, tardaba entre ocho y diez semanas (hoy se hace en menos de tres).
Primer paquete, llamadas telefónicas, todos a una para ir a recogerlo. Ese nerviosismo de abrir un paquete de cartón blanco donde venían nuestros tebeos. Y repartirlos allí mismo, en la puerta de Correos, o en el coche, aquel viejo 127 de segunda o tercera mano.
Tebeos que no se habían editado aún en España: los X-Men de Cockrum, la Cosa del Pantano, la serie completa, que estaba baratita, de Nova the Unknown. Y los tres primeros números del Thor de Walt Simonson.
En el coche, yo al volante. Vicente a mi lado. Detrás, Angelito. Yo mirando al frente, los otros dos ojeando tebeos. Y entonces, en un semáforo en rojo, Vicente que abre por fin el número de Thor, un personaje al que no seguíamos la pista desde hacía mucho tiempo pero que tenía buenas críticas.
Vicente, alucinado, empezó a pasar páginas. Aquella estética rara, aquellos bocadillos tan extraños, el Boom-boom-boom, ese equino Beta Ray Bill que luego hemos comprendido era el personaje creado por Simonson cuando hacía la ESO.
El semáforo se puso en verde. Metí primera. Y entonces Vicente llegó a la última página del tebeo: Don Blake exiliado en la Tierra, sin poderes, gritando "¡Padre!". Y un trueno en el papel, un trueno poderoso, un cliffhanger que de pronto sonó a nuestro alrededor, como si Odín mismo nos hubiera lanzado un rayo de castigo.
Mientras yo miraba de reojo el puñetero tebeo, tan alucinado como Vicente y como Ángel, el coche se me desvió unos centímetros. Lo suficiente para estamparse contra un coche aparcado y ahora aplastado, como el mío.
Los primeros tebeos pedidos a América me costaron una pasta en chapa y pintura. Desde entonces, cuando recojo tebeos por correo, los meto en el maletero y los abro cuando llego a casa.
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Categorías: Las aventuras del joven RM