Ahora lo llaman, con cierto recochineo, el carnaval cofrade. Cuando los que hacen los titulares de los periódicos se ponen líricos (¿dónde acumulan tanta cursilería el resto del año?) la llaman también la Semana Mayor, la Semana de Pasión, la Semana Grande. No me gusta nada de nada, no sé a ustedes. No me atrae ver una y otra vez lo mismo en el mismo sitio, porque me acaban doliendo los pies, o me entra frío, o acabo discutiendo con mi santa que sí le gusta el rollo este. Hemos llegado, por fin, a una entente cordiale y el sector masculino de la familia se dedica a salir con los amigos (Daniel), o a quedarse aquí en casa traduciendo o escribiendo o viendo series de la tele (ayer vi un capítulo al azar de Las reglas del juego, Leverage en V.O., y me gustó bastante). Esta noche saldré, por cumplir el compromiso, ya que no llueve.
No le veo misterio al misterio, soy de los que piensan que la religión se lleva por dentro, que ser piadoso y creyente no tiene nada que ver con el remedo de idolatría que se vive en tantos sitios. Pero respeto que cada cual salga a la calle, coma pipas, lo deje todo regado de cera, cante saetas, se jame un par de montaditos de jamón en el Cañón o en el almacén de Veedor.
Mi misterio de la semana santa se reduce a un misterio de hace lo menos cuarenta años. Calle Botica o Calle Santo Domingo arriba, la salida del Nazareno o del Medinacelli. Yo tendría nueve o diez años. Una de esas paradas infinitas, porque la procesión estaba todavía reorganizándose. Cientos de penitentes. Ruido en la calle pero no tanto ruido como hay hoy. Mis padres, mi hermano, yo. La calle medio a oscuras o apagada entera. Tengo delante, obviamente, a los penitentes que se dedican a encenderse unos a otros los cirios que se apagan, a tensarse la tela del capirote, a ponerse bien los guantes blancos.
Diez minutos allí parados. Insoportable. Y entonces el penitente que tengo delante, que ha estado muy entretenido pidiendo al hermano cerillero o como se llame que le encienda el cirio, se vuelve y me reconoce.
--Hola, Rafa --va y me dice.
Joder, digo yo, un penitente que es amigo mío y yo sin saberlo. Podría haberme reconocido antes (en mi caso, claro, era imposible) y al menos habríamos charlado en el intermedio.
Lo miré a los ojos. No supe quién era, obviamente. Así que le pregunté.
--¿Quién eres?
Y el penitente, tensándose la máscara sobre la boca, me dijo su nombre.
--Hgfgsfhklll.
--¿Cómo?
--Hdfgshgklll.
El nombre del desconocido penitente coincidió con los golpes del hermano varilla contra el suelo indicando que, por fin, la procesión echaba a andar.
--¿Quién?
--Hdfgshgklll.
Y ahora empezaron a sonar las trompetas. Tirorí, tirorí, como si viniera Ben Hur bajando la cuesta.
--No te oigo.
--Hdfgshgklll.
Se unieron los tambores. Mi desconocido amigo intentaba seguir diciéndome su nombre, entre el caos de tubas y porrompoms, los golpes de los maniguetas contra el suelo, los gritos de al cielo con Él, la señora que empezaba a cantar, muy lejana, una saeta. Y el hermano varilla que pasa dejando en el aire un preludio de Darth Vader y obliga a la fila a seguir bajando la cuesta justo cuando el penitente intenta subirse la máscara para que le vea la cara. Imposible, venga palante.
Todavía mi apurado amigo continuó desgañitándose, murmurando su nombre incomprensible, hasta que se perdió en la jungla de capirotes.
Nunca llegué a saber quién era. Nunca después me dijo ningún amigo ni conocido que era él quien me saludó en aquella calle a oscuras. Misterio de Pascua.
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Categorías: Las aventuras del joven RM