El Doce no fue sólo una hazaña política, también fue una hazaña bélica, y hasta social. Ahí es nada: una ciudad pequeñita, perdida de la mano de Dios, aislada en el fondo de un mapa y que se dedica, por un lado, a construir un futuro inseguro (aunque luego ese futuro, ay, acabara de aquella manera), y por otro a resistir los bombardeos del enemigo y los no menos terribles embates de las enfermedades.
De ese asedio surgió una Constitución (la segunda de la historia de España, no la primera, pero la primera la habían escrito los “malos”, o sea, los franceses y por eso la olvidamos adrede siempre) y me gusta pensar que se hizo por el contagio de las ideas liberales y universales de un pueblo que era una ciudad pequeñita, perdida de la mano de Dios, aislada en el fondo de un mapa pero que era enlace con el Nuevo Mundo y vivía del trasiego de ideas y mercancías, de hombres y barcos y libros y especias. O a lo mejor no, quién sabe cómo eran los abuelos de nuestros abuelos, pero sin duda algo les quedó de aquel sueño que se forjó en el Oratorio de San Felipe y se anunció al pueblo un día de bombas y lluvia intensa.
Vamos a celebrar los doscientos años de ese hecho, que se dice pronto, y me temo que la idea no ha calado lo suficiente en la sociedad de Cádiz, en los gaditanos de ahora, en los nietos los nietos de aquellos hombres y mujeres que vivieron el sueño de cambiar el mundo y abrir de par en par las puertas del Antiguo Régimen. Nos ha llovido demasiado, nos hemos domesticado demasiado, hemos olvidado lo que es el hambre o la miseria, lo que es la dictadura y las prohibiciones: hasta hemos olvidado la rebeldía de protestar por lo injusto y el deseo de defender lo que es de justicia.
Nos han enseñado a esperar del Bicentenario bienes materiales: un puente, un museo, unos hermanamientos con ciudades lejanas, una estación. Todas esas cosas que tanta gente piensa, porque comodones somos un rato, pero protestamos de boquilla y que trabaje Ruton, que llegarán tarde, y a deshora, y mal hechas. Tenemos demasiado cerca, a lo peor, los ejemplos de Olimpiadas y Exposiciones Universales, donde los dineros públicos sirvieron para dar una manita de colamina a los edificios y se reforzaron las carreteras y se abrieron los barrios periféricos, eso que nosotros no tenemos ni tendremos nunca porque seguimos siendo, y en eso no hemos cambiado demasiado desde hace dos siglos, una isla que engloba a una ciudad pequeñita, perdida de la mano de Dios, aislada en el fondo de un mapa.
Lo celebrarán, entonces, los políticos, que dejarán durante un par de meses (o lo mismo no) la trifulca de la que viven. Lo celebrarán, hasta el hastío, en Carnaval. Llegaremos hasta ese día de San José donde los niños no tendrán colegio y que deslucirá, posiblemente, la lluvia que recordará ese acto como estuvo presente cuando fue su día original. Se publicarán algunos libros, aunque el libro que más pela rascará no lo habrá escrito alguien de Cádiz, y me temo que allá por mayo de 2012 se olvidará la historia. Lo que esté hecho, hecho se quedará . Y lo que no esté hecho se irá haciendo con cuentagotas y se inaugurará tarde, demasiado tarde, como decía Judy Dench haciendo de Isabel I de Inglaterra en ese golfo divertimento romántico que fue la película de Shakespeare in Love.
Lo mismo no se puede hacer otra cosa. Lo mismo el horno no está para otros bollos. Hoy todos los partidos se declaran herederos de los hombres del Doce, aunque el paralelismo entre liberales y serviles parece cada vez más claro para quienes le hemos echado un vistacillo comparativo al antes y al ahora, así que no es de extrañar que se den todos palmaditas en la espalda y se contenten con recoger lo que se pueda para la ciudad, que lo mismo, insisto, es lo que hay y pare usted de contar.
Pero a mí me gustaría que el Doce fuera otra cosa. Que sirviera como despertador para los gaditanos, como avisaba aquel monje que tocaba las campanas del Carmen para avisar que los franceses, desde Puerto Real, empezaban aquel bombardeo inútil con bombas que ni estallaban ni nada y que sirvieron de cachondeo a las gaditanas de la época. Que sirviera, ese Doce, para que, como el himno andaluz, nos hiciera recordar que tendríamos que ser lo que fuimos, un pueblo decidido, un pueblo abierto a la innovación, que no se conformaba, que quiso cambiar el mundo y estuvo a punto de conseguirlo, un pueblo que no conocía la desidia ni era conocido sólo por el sentido del humor y las cifras de estar a la cola de todo en España y en Europa, un pueblo que fue valiente y estuvo en la vanguardia, que se convirtió en un referente en la América que se independizó, en la Europa que los Románticos heredaron, un pueblo que era tan distinto del pueblo que hoy somos que parece increíble que nos queramos considerar nietos de los nietos de aquellos abuelos de nuestros abuelos, porque nos puede la desidia, y el conformismo, y el deseo de rascar un museo, o un puente, o una estación, sin apuntalar por el camino el futuro a doscientos años vista que soñaron aquellos hombres que se mojaron hasta las trancas anunciando por las calles la Pepa. Todo aquel espíritu indomable y libre que contagió al mundo desde una ciudad pequeñita, perdida de la mano de Dios, aislada en el fondo de un mapa.
Publicado, creo, en la revista Rivadavia de este mes
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