Aunque desde hace unos años vive a tres o cuatro esquinas de mi casa, hace un puñado de meses que no veo a Angel Torres, mientras que antes, cuando todavía tenía su exquisita confitería en el casco antiguo de Cádiz me pasaba a verlo regularmente todos los sábados a mediodía.
Lo llamé el otro día por teléfono, pero estaba viendo cómo eliminaban al Madrid. Me llamó este mediodía y quedamos en tomarnos un café esta tarde. Y eso hemos hecho.
Lo he visto bien, a mi amigo Ángel, un poco menos refunfuñón con la política, quizá porque ya esté hecho a que esto no tiene arreglo, y un poco menos refunfuñón con el mundo editorial, quizá porque ya ha terminado de recorrer el camino en el que yo me encuentro, ese camino que te deja claro que se nos ha acabado el camino, aunque sigamos teniendo ganas e ideas. Cuando le digo que tengo tres o cuatro novelas en el cajón, él me dice que tiene ocho. Me cuenta algún argumento, se entusiasma con algún quiebro, pero sabe como yo sé que las vacas gordas fueron fugaces y que pasaron, y que Minotauro fue un espejismo de normalidad que duró tan poco que es como si no hubiera existido y que en el panorama de hoy nos van quedando cada vez menos sitios donde publicar.
Va a cumplir setenta años, mi amigo Ángel, y sigue siendo un hombre de otro tiempo. De un futuro por venir, de un mundo paralelo donde los escritores populares pueden vivir honradamente de sus sueños. Está hecho a eso ya, a que su tiempo ya ha pasado. Pero si es así, si por desgracia es así, no es por sus cualidades como escritor, no es porque su imaginación se haya secado, ni mucho menos.
Este mundo tiene trampa. Tiene mucha trampa. Muchas caras que hacen trampas, y aunque hay quienes no quieran comprenderlo, no podemos tirar chinitas contra los tanques.
Aunque las tiremos.
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