Mi amigo B. es un hacha en lo suyo, y lo suyo es ser médico del servicio de urgencias sanitarias, vulgo el SAMUR, es decir, como en las películas, uniforme naranja tal que Luke Skywalker y vámonos que nos vamos a salvar vidas humanas haciendo el pino en las curvas y sacándole punta al desfibrilador. Un hacha, ya digo.
Lo mismo me lo encuentro vestido de luchador por la libertad intergaláctico que cargando con una tabla de surf o comprando tebeos. Está cachas, mi amigo B. Y entre sus pasiones están los deportes de más o menos riesgo. Lo mismo le da por tirarse de un puente que sumergirse a pulmón libre en la fosa de las Marianas. O le daba hasta que encontró una novia con la cabeza puesta en su sitio que le controló más o menos las picás. Claro que uno sabe que las novias y las esposas controladoras (que se lo pregunten a mi amigo M.) tan solo consiguen que a la hora de escaquearse mis amigos le echen inventiva a la cosa.
E inventiva le echó, mi amigo B., una mañana que quiso irse a hacer parapente a la sierra, o quizás fuera paramotor. Le dijo a la novia que estaba en un sitio, cogió el cuatro por cuatro, se subió a una montaña, y echó a volar como los pájaros.
Era un día de esos que te dice todo el mundo que te quedes en casa llamando a los concursos de la tele, pero mi amigo B. no hizo puñetero caso. Total, ya tenía experiencia en el vuelo sin motor o con motor, era joven y estaba cachas, y conocía la zona. Pero cuando el hombre del tiempo te dice que hay rachas fuertes de viento en el estrecho no bromea, como comprendió mi amigo B. cuando el parapente le dio un vuelco, una segunda racha de viento lo puso boca abajo y antes que dijera santa María madre de Dios se pegó una costalada enorme contra el suelo.
Perdió el conocimiento y cuando despertó, horas o minutos más tarde, estaba solo en mitad de ninguna parte. El reloj con el cristal roto, el móvil hecho añicos, un corte en la frente, el brazo tronchado como una rama y una pierna rota.
Y nadie sabía dónde estaba. Y donde estaba empezó a hacer frío.
O se movía o se moría, así de claro. Durante dos horas, arrastrándose como pudo, a la pata coja, hecho fosfatina, mi amigo B. recorrió los caminos inexistentes del llano desierto donde se había pegado la gran hostia contra el suelo. Imagínense ustedes porque da canguelo del bueno.
Dos o tres horas más tarde, guiándose más o menos por donde recordaba que estaba la carretera, o el río, se encontró con dos chavales que hacían camping y que se lo vieron llegar, apoyado como Gandalf en un palo, dando renquetadas, y cubierto entero de sangre. Un espectáculo como para echar a correr.
Mi amigo B. les preguntó si tenían un teléfono. Le dijeron que sí. Haciendo gala de una sangre fría que ni John Wayne en sus buenos tiempos, llamó al 061 y se puso inmediatamente en contacto con sus compañeros.
--Mira, que soy B. He tenido un accidente. Estoy en tal zona, a la altura del río por donde se ve una montaña de color caramelo. Tengo la muñeca rota, una herida en abierto en la frente, creo que también una rotura en tallo verde en el metacarpiano del pie derecho. Me va a hacer falta...
Y aquí les soltó una jerga médica de las medicinas que le tenían que poner, las inyecciones, los anti-inflamatorios, lo que fuera. Médico de sí mismo en situación de apuro, que ríase Greg House de su capacidad de análisis.
Justo cuando los otros terminaron de pillarle los datos y corrieron al helicóptero, mi amigo B., misión cumplida, hecho y derecho, perdió el conocimiento.
Cuando el helicóptero llegó mi amigo B. ya no era sombra de su persona. Los dos excursionistas lo habían metido dentro de la tienda, y al ver que tiritaba como un poseso se habían quitado toda la ropa y lo habían cubierto como pudieron, a cambio, eso sí, de empezar a tiritar ellos. Cuenta mi amigo B. que abrió los ojos justo cuando el helicóptero aterrizaba al ladito y pudo ver que sus compañeros de equipo venían al rescate. Como en las películas.
Y, en efecto, mi amigo B. había acertado plenamente con el diagnóstico de lo que la costalada le había producido, y en el tratamiento a seguir. Todo a la perfección, como el gran profesional que era y es.
Salvo un pequeño detalle.
Un par de días más tarde, cuando recuperó el conocimiento, se dio cuenta de que pasaba algo raro. Los médicos le guiñaban, las médicas lo miraban riendo o se carcajeaban directamente en su cara.
--¿Es que pasa algo? --preguntó mi amigo B., tocándose allí mismo, no fuera a ser que se le hubiera ido el bisturí a alguien: pero no, estaba todo--. ¿A qué esas risas?
--Macho --le contestaron--, menudo numerito has dado.
--¿Numerito? ¿Yo?
--Entraste en un bucle. Por el shock. Y en cuanto te metieron por la puerta, medio despierto y medio dormido, empezaste a decirles lo que tenían que ponerte.
--Bueno.
--Acertaste en el diagnóstico y en la medicación.
--Claro.
--Y venga a decir que si diez miligramos de esto y una radiografía de lo otro.
--Si entré en un bucle... por el shock, imagino que daría la lata, ¿no? Lo normal.
--Lo malo es que te dio por decirle a Margarita: "¿Y ahora me vas a hacer una chupadita?"
--¿Cómo?
--Sí, hijo sí. Cada vez que se te acercaba una compañera, o una enfermera, le preguntabas si era ella la que te iba a hacer una chupadita. "Margarita, Margarita, ¿viene esa chupadita o no?" "Consuelo, Consuelo, ¿tú eres la que me va a hacer esa chupadita?". Y como con el cachondeo nadie te hizo el puñetero caso, hasta te cabreaste. "¡Que venga el director! ¡Quiero la hoja de reclamaciones! ¡A mí me han dicho que me iban a hacer unas radiografías y una mamadita y todavía la estoy esperando!"
--No jodas.
--No jodo. Dos días, en bucle, macho. A ver cómo miras ahora a las niñas a la cara.
Y mi amigo B. conoció así la amarga sensación de pasar de héroe a villano, de ángel a demonio en una sola tarde. Y no, la chupadita no se la hizo nadie.
Comentarios (15)
Categorías: Lo mejor de cada casa