Mi amigo F. es, con diferencia, el más educado y controladamente civilizado de de mis amigos. Es de natural modoso, casi marcial, rozando lo británico en ocasiones. Algo maniático también, para qué vamos a negarlo. Digamos que es una mezcla entre Monk y el coronel que interpretaba Alec Guiness en El puente sobre el río Kwai.
En nuestra adolescencia tardía, esa que supimos alargar hasta pasados los treinta años, F. se convirtió en el reverso luminoso del reverso tenebroso de todos nosotros que todos nosotros sabíamos ser cuando caíamos en el lado oscuro. Simplificando la cosa a dos, mientras mi amigo JM era al atronador Tony de los grupos por los que fuimos pasando (o que fueron, más bien, pasando por nosotros), mi amigo F. con su porte marcial y sus modales tranquilos se convirtió en el Augusto de aquella pareja de dos que fueron, JM y F., de profesión ellos mismos.
La estentoreidad de uno se compensaba con la imperceptibilidad del otro. Cuando JM se pasaba un mucho, allí estaba F. para frenarlo. Donde JM era todo simpatía y escándalo, F. era todo timidez y estar en su sitio.
Les dio a ambos por estudiar filosofía y letras. Historia, creo. Duraron apenas, por libre, un par de años. Pero se convirtieron, aquella extraña pareja de Jack Lemmon y Walter Mattaw gaditanos, en el centro de atención de un montón de universitarias que, bien porque los conocían de antes, bien porque les atraía su contraste, bien porque estaban más colgadas que un Papá Noel en un balcón les hacían siempre corrol. Ya saben, JM, payaso Tony, encantador, expansivo. F., payaso Augusto, controlador y algo frío.
Por aquella época, cerrando la puerta del coche, F. se escoñó un dedo. Pero se lo escoñó a lo grande. O sea, que se quedó con un dedo dos tallas mayor de lo normal . Daba asquito verlo, peor que el de la foto que ilustra esta anécdota. El dedo medio de la mano derecha, enorme, hinchado, enrojecido, sangriento, y encima escandalosamente remojado en mercromina. Un asco.
Y, ya fuera porque se le cruzaron los cables aquel día, ya fuera porque estaba hartito de dar explicaciones, cuando una de las chicas que les hacían coro a los dos, allá en pleno pasillo de la facultad de filosofía y letras, le preguntó qué le había pasado en el dedo, mi amigo F. no tuvo otra ocurrencia que contestar:
--¿Esto? --dijo, alzando la mano con el dedo enhiesto--. Nada, que lo metí en un coño que estaba demasiado caliente y ya ves.
La chica que le hizo la pregunta soltó un sollozo allí mismo que se escuchó en toda la facultad, un chillido inhumano, ofendido, avergonzado, yo diría que incluso fuera de sitio, y echó a correr. Nunca más volvimos a verla. Fue así como F. descubrió que entre sus múltiples cualidades no contaba la de hacerse el gracioso.
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