Convendrán ustedes conmigo que el amor propio es en ocasiones un antídoto a la soledad. O no. Descompuesto y sin cafetera, mi amigo MP regresó a los trabajos manuales más simples, hasta que se le metió entre ceja y ceja comprar una muñeca hinchable.
Una muñeca hinchable, lo saben ustedes hoy, se encuentra en el sex-shop de la esquina o en cualquier página de internet. En la época de la que estoy hablando, ni había sex-shops ni había internet, aunque sí había ya esquinas. Y mi amigo MP, que no sabía cómo era una muñeca hinchable, decidió comprar una por correo, a un apartado de esos que anunciaban en recuadrito chiquitito las revistas tipo Pronto, cuando Pronto no era una revista de cotilleos sino de estarlettes en tanga, que nos ponían mucho.
Ahorró la pasta gansa que costaba aquello, y como sabía que si el paquete era grande no lo llevarían a casa, sino que tendría que ir a recogerlo, miel sobre hojuelas. Además, sabía que estas cosas vienen con discreción, bien envueltas en papel de estraza y sin anunciar "Contiene muñeca hinchable" en el embalaje.
Recibió la muñeca que iba a darle por fin descanso a su muñeca. Ahora el problema era cuándo, cómo, y dónde utilizarla.
La abuela de MP había muerto hacía tres meses. Y el piso de la abuela de MP (curiosamente, a tres calles más allá de mi casa), estaba vacío desde entonces. Allí no iba a aparecer la madre apurada diciendo que tenía que irse corriendo a un velatorio y birlarle la novia. Allí no iba a tener vecinas molestas que darle la lata cuando intentaba estudiar para un examen o se concentraba en otras cosas más placenteras. Sólo tenía que conseguir la llave del piso vacío, y aquello sería como la mansión Playboy, pero para él solito y su muñeca.
Les ahorro a ustedes la odisea para mangar la llave, que no recuerdo, pero que imagino igual que la de Sir Gawain para escapar de aquella fea hermana del pirata que lo tenía secuestrado, le damos un poquito al FFWW y nos encontramos a mi amigo MP en casa de la abuela, un lunes por la tarde, a eso de las seis.
Tiqui tiqui tiqui tín, entra de perfil, cierra con cuidadito la puerta. El piso huele a vacío, porque no hay nadie desde que murió la abuela. Con cuidado, desembala la muñeca, se desencanta un tanto al ver que más parece una merluza que un ser humano, la hincha a base de soplidos, la coloca allí expectante en la cama (no, no era la cama donde falleció la abuela, era otra cama). Y se prepara para entrar a matar, en pelota picada y pensando que en el fondo ha hecho el primo al pagar el dineral que ha pagado por esa cosa que, si fuera de carne y hueso, espantaría a la gente por la calle. Pero, bueno, a lo hecho pecho, vamos a la obra.
Dispúsose el mozo a estoquear cuando, tachín, suena el teléfono.
Un momento de angustia seguido de un momento de tensión. Joder, a estas horas. Luego, casi de inmediato, la duda: si en esta casa no vive nadie, ¿cómo suena el teléfono? Será una equivocación, no lo cojo, yo a lo mío. Tú tranquila, pequeña, ¿por dónde íbamos?
Tras unos minutos de silencio, el teléfono insiste. Recuerden ustedes, si tienen la edad, cómo sonaban antes los teléfonos e imaginen cómo debía resonar en una casa vacía.
Mi amigo MP, todavía sin haber entrado al quite, se sentó en la cama y se puso a cavilar. En esto de cavilar, es un hacha, mi amigo MP. Podía ser una equivocación, naturalmente, pero había llamado dos veces. Podía ser algún vecino que lo hubiera oído llegar y, sabiendo que en el piso no vivía nadie, llamó para comprobar que no fueran ladrones (personalmente, creo que esta es la explicacion más razonable). Podía ser la abuela, llamando desde el más allá a cobro revertido, para afearle su conducta (personalmente, esta es la explicación que me habría parecido más interesante... y a la que mi amigo MP se aferró en un momento de enajenación transitoria).
Si cogía el teléfono, fuera quien fuese, estaría descubriendo que estaba allí, en pelota picada y con el bicho de plástico más feo del mundo. Si no lo cogía, volverían a llamar. Bueno, pues que llamaran.
Y llamaron.
Y mi amigo MP, entonces, no tuvo ninguna duda de que, sí, era la abuela llamándolo desde el otro barrio para decirle qué poca vergüenza. Acojonado, se vistió, se quedó sentado, esperando una nueva llamada que ya no se produjo. Rezó un par de padrenuestros (insisto en que es verídico), pidió perdón al más allá y al más acá, y comprendió que estaba muy mal lo que estaba haciendo.
Pero, coño, la broma le había costado un montón de miles de pesetas.
No podía ser la abuela, razonó al cuarto de hora. La abuela estaba muerta. Tendría que ser algún vecino que lo habría visto u oído al llegar. Sí, eso era. Además, el teléfono ya no sonaba.
Y la muñeca seguía allí, mirando al techo, sin manos y sin pies, pobrecita, pidiendo consuelo.
Otra vez, mi amigo MP, desoyendo la llamada a la prudencia, haciendo una clara manifestación de ateísmo, de sinvergonzonería y de falta de escrúpulos, despelotóse, dirigióse al tálamo y abrazó con pasión a la muñeca.
Y la muñeca reventó por las costuras y mi amigo MP se quedó compuesto y sin novia de plástico para los restos.
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